Blog literario idiota de Andrés Nortes Martínez-Artero. Literatura y rock en vena. Y alguna cosa más

viernes, 27 de noviembre de 2009

Lugares inesperados

En un partido de fútbol encuentras a tu mujer, en la otra portería. En un desayuno, los méritos que te hacen ganar una oposición. En una paquetería italiana, el cordón que cada mañana ves en tu coche. En la letra A, tu coche, un coche, uno cualquiera. En el Petrarca, este verso: veggio il meglio et al peggio m´appiglio. En Eurípides, este verso: veggio il meglio et al peggio m´appiglio. En Ovidio, a Peleo, que la llenó de Aquiles. Entre las encinas, la bellota.


(c) El cuentacuentos





jueves, 19 de noviembre de 2009

Ocurrencias

Se me ocurre escribir un texto, poesía quizá, que se llame De la Sirena a Ulises. Por la Odisea, por Cavafis, por Dante y por los kilómetros de la carretera, los que uno hace sin encender la radio, solo, hacia adelante, camino del horizonte. Algún día.




El teatro mientras tanto. Bertolt Brecht

En estos días en los que otras tantas cosas que hacer, muchas de las cuales no son poesía en estado bruto, ni siquiera prosa, ni siquiera lenguaje, o pensamiento, en estos días, decía, en que no he escrito nada, al menos voy a usufructuar las palabras de otros. Y es que, si no puedes escribir, al menos debes leer. (Aunque para Borges, al parecer, sería al contrario: si no puedes leer, entonces habrá que escribir.)

Vengo leyendo teatro estos días. Leí la Ópera de cuatro cuartos y ahora estoy a mitad de El círculo de tiza. Hoy en el trabajo no dejaba de buscar espacios solitarios para poder seguir con mi libro. Es de una belleza tal, con la sencillez de su lengua, la pureza de sus personajes -moral, lingüística- de sus personajes falibles y humanos, que apabulla. Hacía mucho tiempo que no me veía a mí mismo en medio de una obra de teatro. ¿Y esto cómo sería? ¿Y esto cómo lo representaría yo? ¿Y qué cara tendría este personaje? ¿Y en el cine cómo se podría hacer esto? Y en eso se me pasaban las horas huidas. Si Bertolt Brecht lo supiera, se habría reído. El primer Bertolt Brecht me lo hubiera explicado. El último, no. Qué maravilla. Gracias, Bertolt.





miércoles, 11 de noviembre de 2009

Nueva sección: artículos

Abro con este pequelo texto que publiqué sin más pretensión en la revista del instituto donde trabajo una pequeña reflexión sobre estas dos artes y las conexiones que puede haber entre ellas.. Está destinado a mis alumnos, para que vean que lo nuevo no es lo mejor ni lo peor sólo por ser nuevo, y que tmerece la pena reflexionar unos minutos sobre cualquier cosa, incluidos por supuesto los videojuegos. Ya subiré algún que otro artículo más, como uno que redacté sobre Literatura y Rock and Roll

PS. No me olvido de que me falta un ensayo por acabar.

Literatura y videojuegos

Literatura y videojuegos



1. Introducción. Algunas verdades sobre los videojuegos

Que nos gustan los videojuegos es una evidencia. Que la mujer ha dejado de considerarlos un asunto exclusivo de hombres y se ha “apuntado” al carro de la diversión audiovisual es otra. Que los fabricantes de videojuegos y de videoconsolas han sabido extender el público jugador de un sector más infantil/juvenil a otros sectores de la sociedad más amplios (con juegos para adultos, juegos “casuales” que exigen poca fidelidad y proporcionan diversión instantánea, juegos que sirven para otras cosas como mejorar la memoria –Brain training-, aprender inglés o ponerse en forma –Wii Fit-, por ejemplo), la tercera. Que la industria del videojuego, hoy por hoy, factura mucho más dinero que la del cine, la cuarta.

Así podríamos seguir un rato. Pero ante todo, preguntémonos, ¿qué tiene que ver un videojuego con una novela? O, más bien, la pregunta complicada: ¿por qué mis profesores y mis padres me dicen que lea libros cuando puedo jugar a videojuegos que son más divertidos?





Lara Croft, heroína virtual
(Imagen tomada de www.ultimonivel.net)


2. ¿Qué es un videojuego?

Un videojuego es un juego audiovisual en el que podemos interactuar con las imágenes y los sonidos que nos llegan a través de unos instrumentos llamados periféricos (un mando de control, un volante, una pantalla, etc.). Si nosotros hacemos algo, como pulsar los botones de un mando o de un teclado o girar la consola, algo cambiará en la pantalla o se oirá un sonido diferente. Básicamente no es más que esto: ¡es muy simple!

De todo esto se deriva que lo más importante de un videojuego es la experiencia de juego que proporciona: lo bien que nos lo pasamos con él. Para ello, todo juego necesita de una cierta jugabilidad: lo fácil que resulte acostumbrarse al sistema con el que nos relacionaremos con él. Además, el juego tiene un aspecto técnico: que esté bien programado. Por último, y no menos importante, observamos un aspecto artístico: lo cuidado, adecuado y bello que pueda resultar el apartado visual (los gráficos) y el apartado sonoro (la música y los ruidos).



Aunque más bien deberíamos decir que parece muy simple. En realidad, para que puedas encender tu videoconsola y disfrutar de tu Pro Evolution, decenas de personas, como más tarde comentaremos, han estado trabajando sin descanso durante meses (o, incluso en algunos casos, durante años).



Tetris, leyenda del videojuego
(Imagen tomada de www.thedeathofprint.com)

¿Y un libro? ¿Qué es un libro? Bien, es un texto formado por bastantes frases que tratan todas ellas de un mismo asunto general y que intentan llamarte poderosamente la atención por la manera en que están usadas las palabras y por las ocurrencias e ideas del escritor/a. Podría parecer que un libro no tiene jugabilidad, que se trata sólo de cogerlo y leerlo, pero en realidad siempre nos costará un poco de tiempo entrar en el mundo del escritor y en su manera de planteárnoslo, es decir, su estilo.


3. ¿Cómo se hace un videojuego?

Hoy en día los videojuegos son el objeto de la colaboración de muchos profesionales en distintos aspectos.

Lo primero que se necesita es una idea y un director del proyecto. Además, se necesitarán diferentes programadores para escribir el programa informático y pulir sus errores; guionistas, si el juego contiene algún tipo de historia; actores, si hay que capturar movimientos para imitarlos en el juego, si hay diálogos o si hay ambos; traductores y dobladores, si se comercializa en otros países que hablen diferente lengua. Y, por supuesto, probadores: personas que juegan durante muchos días al juego intentando forzarlo para descubrir dónde existen fallos de programación, de argumento, de jugabilidad o de cualquier otro tipo.

Los libros no requieren más que de dos personas. Una, por supuesto, es el escritor, que debe haber vivido lo que escribe, pues la creatividad no es más que la manera que tenemos de mezclar nuestros recuerdos. La otra persona es el editor, que lee los originales, corrige los errores de redacción y orienta al escritor sobre qué es lo que quieren la editorial y el público: un auténtico (y duro) probador de libros.


4. Tipos de videojuegos

Dependiendo del criterio que tomemos, podemos observar diferentes clases de videojuegos, aunque algunas ya son clásicas, como, por ejemplo, la diferencia entre videojuegos (y jugadores) casuales y videojuegos hardcore. El juego casual es aquel que no requiere mucha preparación para disfrutar al máximo de las posibilidades del juego. Ofrece, por ello, más inmediatez a cambio de una menor profundidad. El juego hardcore es todo lo contrario: un juego que ofrece muchísimas horas de disfrute, muchos modos de juego y gran variedad y profundidad pero que a cambio exige una mayor entrega.

También existen en la Literatura los libros hardcore y los libros casuales. A los libros casuales los llamamos best sellers, y a los hardcore los llamamos literatura de calidad. Igual que nadie te obliga a jugar a un juego complicadísimo, no tienes que sentirte peor si no lees libros muy difíciles. Eres joven, necesitarás experiencia de vida y de lecturas para entender y disfrutar. Sólo es necesaria una cosa: que no digas que un juego (o un libro) es malo sin siquiera haberlo leído o jugado durante el tiempo suficiente. A todas las grandes experiencias, si no consigues apreciarlas, hay que darles una segunda oportunidad. Tal vez en otro momento te sientas más capacitado.

Además, los videojuegos se pueden clasificar por su temática y por el público al que van dirigidos. Todos los jugadores (y los padres de los jugadores menores de edad) deberían conocer el código PEGI (Pan European Games Information).


El código PEGI, que muchos padres debieran conocer
(Imagen tomada de www.consumer.es)



5. Géneros
Al hablar de diferentes tipos de videojuegos, enseguida llegamos a Eso nos lleva a hablar de los diferentes géneros de videojuegos. Vamos a distinguir ante todo los siguientes (sin ánimo de que esta clasificación sea la única posible):

Arcades. Se trata de juegos donde la acción y el ritmo priman sobre todo. Aquí encontraremos juegos de lucha, como Street Fighter o Tekken, o “shooters”, por poner algún ejemplo. En ellos el objetivo es mejorar la habilidad con sucesivos niveles de dificultad.




Tekken, uno de los mejores juegos de lucha
(Imagen tomada de www.consolasyjuegos.org)

Aventuras. Estos son los juegos que más nos interesarán. En ellos hay un fuerte sentido de la narratividad que a continuación comentaremos.



Link, héroe de la plataforma Nintendo
(Imagen tomada de www.taringa.net y de www.zelda-solarus.com)

Educativos. En estos juegos el objetivo último no es otro que aprender cualquier contenido.

De los géneros literarios mejor no escribo nada. De eso ya hay muchos libros de texto que lo pueden hacer mejor que yo.


6. Ejemplos clásicos de videojuegos

Los jóvenes de hoy día han nacido ya en la generación de las consolas. Sólo en unos pocos lugares se conservan las “máquinas recreativas”. Éstas eran unos grandes y aparatosos muebles que contenían una gran pantalla, unos altavoces y un joystick o dos (pues se podía jugar a dos jugadores normalmente a casi cualquier juego. Las máquinas solían estar en unos salones recreativos, junto con billares y otros juegos, y usarlas venía a costar algo menos de unos 20 céntimos (una moneda de veinticinco pesetas o, como se llamaba antes, de “cinco duros”). Los primeros libros ni siquiera eran libros… ¡Eran poemas que se recordaban y se contaban de padres a hijos!




Mario Bros, ¿quién no lo conoce?
(Imagen tomada de www.juegosdb.com)

7. Juegos y novelas. La técnica literaria

Hace un momento hablábamos de los juegos de disparos. Operation Wolf, Quake, Castle of Wolfenstein o Doom iniciaron hace unos buenos años este género en el que no veremos a nuestro personaje sino que nos meteremos en su piel y observaremos el mundo a través de sus ojos. En ellos, en el centro de la pantalla hay un punto de mira. Nosotrois controlamos el movimiento del personaje y, además, hacia donde mira/apunta.

Pues bien, pensad en lo siguiente. Desde hace mucho tiempo en la Historia de la literatura universal existe un recurso literario que se llama la “perspectiva interna”. En ella se nos narra únicamente lo que un personaje sabe. Toda la novela se nos comunica a través de los ojos del personaje, y nosotros no podremos saber las cosas que suceden lejos de él ni por supuesto los pensamientos de otros personajes. Ahora sí, un buen narrador se “salta” todas estas limitaciones haciendo que su personaje se entere de sucesos lejanos por otros personajes, que lea secretamente los diarios de otras personas, etc. En videojuegos como Resident Evil nos encontraremos estos recursos narrativos constantemente.

¿Qué es lo contrario de la perspectiva interna? La omnisciencia. Un narrador omnisciente es el que todo lo sabe y que puede llegar a cualquier lugar, físico o psicológico (incluidas las mentes de los personajes). Vamos a volver a los videojuegos ahora: ¿qué sucede cuando en Counter Strike recibes un disparo y mueres? Counter Strike es un shooter online –se juega por internet- por equipos –cada jugador ve la perspectiva interna de su personaje- en el que debes acabar con tus rivales (controlados por otros jugadores). Después de estas explicaciones, cualquiera que haya jugado sabrá que el “alma” (por llamarlo de algún modo) del personaje sale de su cuerpo muerto y puede pasar a través de paredes y de verlo todo. En ese momento el narrador del juego es omnisciente.




Call of Duty, un FPS

(Imagen tomada de www.3djuegos.com)

Pues al igual que con estos ejemplos, se podrían poner otros tantos más. Hotel Dusk, para Nintendo DS, es una novela negra; el mismo Lorenzo Silva ha estudiado la relación entre No more heroes y Cosecha roja del novelista norteamericano Dashiel Hammet.



8. Juegos y cine/series

Los videojuegos han buscado a las series y a las películas por el tirón que estas tenían en el grueso de la población. Así, cualquier película o serie famosa ha tenido su respectiva conversión a videojuego. Es el caso de los juegos de 007, de CSI, etc. Algo menos, pero también existen videojuegos basados en obras literarias, como Salammbo (de una novela del siglo XIX con el mismo nombre) o La Abadía del crimen (de El nombre de la rosa, de Umberto Eco).

Una curiosidad a este respecto es que en general los jugadores expertos no aprecian mucho las conversiones. Piensan –en la mayoría de casos con razón- que las compañías creadoras de videojuegos sólo buscan explotar el tirón comercial de la película o serie.


9. Soportes. Ordenadores y consolas

¿Qué ofrecieron las videoconsolas desde el principio? Universalidad. Desde las primeras consolas de Sega o de Nintendo, la idea era que sólo con insertar el cartucho o el disco en el aparato, ya se podía jugar.

Desde el principio hubo dos tipos de consolas: la consola de televisor, que depende de un televisor y la consola portátil, con su propia pantalla y altavoces incorporados. Podríamos aquí también hacer una pequeña comparación: la consola portátil sirve para utilizarla en cualquier lugar. También existe una PSP de los libros: el libro de bolsillo. Inventado en 1935 por la editorial Penguin, nos asegura que podamos transportarlo de un lugar a otro, es más barato, sus colecciones son más variadas.


10. ¿Libros sobre videojuegos? ¿Videojuegos sobre libros?

Por fin llegamos a lo que más nos interesa. Realmente, los videojuegos no son objeto de un día ni trabajo de una persona. Un juego habitualmente incluye un director del proyecto y a su cargo, muchos departamentos creativos, entre los que encontramos informáticos programadores, guionistas, dibujantes, compositores, etc. Y tarda en crearse semanas, cuando no meses, como vimos antes.

Decíamos que los juegos, en especial las aventuras, tenían una historia por detrás. El guión de algunos juegos es verdaderamente interesante desde un punto de vista cinematográfico y literario. Pongamos por caso un ejemplo con el juego Fahrenheit. En este juego hay una historia en la que participan algunos personajes. Nosotros nos meteremos en la piel de uno de los personajes de la historia (un joven con una vida personal con problemas, abandonado por su mujer, cuyos padres murieron cuando era niño, que sufre una posesión demoníaca, etc.), pero en la secuencia siguiente jugaremos controlando a otro personaje, con otra perspectiva distinta (su hermano sacerdote, que lo tranquiliza; la detective que está investigando el caso del joven; el compañero de la detective, que presenta un contraste cómico). En este mismo juego, se llega a jugar con el personaje cuando era niño, en un flashback o salto atrás que sucede cuando se encuentra con su hermano…


Fahrenheit, un juego muy literario
(Imagen tomada de www.tusjuegospc.com)

El género de las aventuras llega a posibilidades muy interesantes. Dependiendo de nuestras decisiones en el juego, alteraremos el rumbo de la historia en la que, recordemos, estamos participando activamente, y podremos alcanzar un final u otro que pueden ser totalmente distintos. (Esto es una compleja teoría lingüística de los años sesenta llamada hipertextualidad.) Uno de los atractivos de los juegos puede ser acabarlos varias veces de maneras distintas. ¿Por qué se crea un juego con varios finales? ¿Sólo para que el jugador disfrute durante más tiempo su (caro) videojuego? Podría ser, sí, pero también se hace para que la historia que se está narrando en él tenga sentido. Nos situamos en el primer Silent Hill (una serie de videojuegos del subgénero de aventuras “survival horror” de la cual cada título era aún mejor que el anterior). En la ciudad maldita en la que está mi personaje aturdido y solo hay un hospital, y allí se encuentra escondida una vacuna contra un virus, que es el que ha hecho que toda la población se vuelva loca. Si mi personaje la coge, podrá salvar a su compañera al final del juego; si no, el final será muy distinto, tan dramático como que nosotros mismos tendremos que acabar con ella. Esto ya lo pensó Aristóteles cuando escribía su Poética en el siglo IV a. C.: cada parte de una historia debe ser adecuada con respecto a la anterior y a la posterior.




World of Warcraft en pleno PVP (luchando contra otros jugadores online)
(Imagen tomada de www.rubinary.com)

Algunos videojuegos muy exitosos, como World of Warcraft, Tomb Raider o Myst han motivado cómics y novelas.


11. Conclusión

Así, llegamos a la conclusión de este artículo. Si el mundo de los libros es fascinante, aunque solitario e intimista, y el de los videojuegos es fascinante e inmediato, hazte las preguntas: ¿por qué leer y no jugar, por qué jugar y no leer? Ambas son artes; una con muy pocos años y otra ya rodada. Ambas se disfrutan de manera muy diferente. Cuando acabes el capítulo, enciende la XBox; cuando acabes la partida, abre las páginas de tu libro. ¿Por qué renunciar a ninguna de las dos?



(c) El Cuentacuentos



Diario

martes, 16 de julio, 1968

El primero va a ser por mí, por tenerme cuatro años aquí. El segundo, va a ser por mi madre, que cree que estoy muerto porque no me envían una puta carta. Cuando coja el tercer cargador, va a ser por Julia, que ya tendrá diez años. Por Nickie mejor ni decir nada, ya estará con otro, pero también le dedico el cuarto. Por el loco de Hendrix, el quinto. Mejor que cargadores, balas.



(c) El Cuantacuentos





lunes, 9 de noviembre de 2009

El arquero oxidado Brynen

Tal vez debería hacerle un hueco a las aventuras de Brynen. Escribir algo exótico, retórico e irónico siempre es divertido.

Envejecer

Envejecer


Como si se tratara de una pared disimulada en tenista, cada pelota que propulsamos hacia la oscuridad nos viene con una energía redoblada. El caso que me propongo analizar es el de ver a alguien muy debilitado por los años, y observar atónitos que ese alguien, mirado con atención, no es sino Edipo: uno mismo.

Quien considere que la maldad del envejecimiento es la cercanía de la muerte, se equivoca neciamente. Adulto, maduro o senil no es quien tiene mayor probabilidad de morir. Hoy en día, sólo uno de cada diez es nacido (qué se le va a hacer, me gusta la perspectiva de este anglicismo) en un lugar del mundo pacífico, sin explosiones cerca de sí; vivir cerca de las antenas, las computadoras, las redes electromagnéticas, la venenosa alimentación industrial en nuestro interior aceleran la proliferación de enfermedades épicas... Los ejemplos son varios, pero la idea es una: morir es sencillo, no está tan lejos, no noes es ajeno. Los niños mueren como los ancianos. Ser adulto es tener la perpleja conciencia de la posibilidad de morir.

Empecé a saber que estaba haciéndome mayor (o que lo era) cuando, una mañana de invierno, comprendí que ya no volvería a ser invulnerable. Recuerdo cuando era pequeño y cada error podía reintentarse, no más que una divertida anécodta; entonces, sin darme cuenta, el tiempo comenzó a correr a mis espaldas, como en aquel juego de niños, el escondite, el mundo oscuro, el palito inglés... Pero esa mañana soleada de invierno en que me advirtieron que mi flirteo con el patinaje había acabado en una fractura múltiple del malar y del pómulo, seguramente algo cambió. Era casi primavera. marzo saliente, y yo debí firmar un pacto solemne y tácito con la muerte, por el cual me hacía cargo de mi vida. Sólo perdí la sensibilidad en la mitad de mi cara.

Dos consecuencias se pueden extraer de esta certeza. La primera es que el paso social de la infancia a la madurez no es sino una mascarada, un cambio de atuendos y de juegos con nuevas compañeras y compañeros, nuevos caramelos, nuevos patios. La segunda es que... Bueno, que debo irme al trabajo y que concluiré este artículo en cuanto me sea posible. A fin de cuentas, esto es un blog solitario y no creo que nadie se ofenda mucho por este final de entrada. Si lo hizo porque le gustó, puede esperar a que la concluya esta noche o mañana.


(c) El Cuentacuentos


miércoles, 4 de noviembre de 2009

La magia en la calle. El festival de Avignon

De pocos lugares puedo decir que guarde tan buen recuerdo como de mi brevísimo paso por Avignon. En aquella ocasión, acompañado, no pude asistir a tantas obras como hubiera querido, pero me consuela pensar que si hubiera visto diez, me hubiera quedado con ganas de ver veinte; si veinte, treinta, y si cuarenta, todas.

Cuando uno imagina una ciudad converida en teatro, no busca tanto el Pero Palo de Villanueva o la Venecia enmascarada, sino una verdadera búsqueda del tratar de ser otro. Y esto está aquí, en Avignon.

En una segunda parte a esta entrada, colgaré algunas fotos. Y así, me estrenaré para empezar a darle más colorido al blog.

lunes, 2 de noviembre de 2009

La modificación, de Michel Butor

Es curioso que, considerándome un lector decente, con una cantidad de lecturas a mis espaldas considerable, con una cultura mínima (nótese cómo no hable de ser un gran lector, contar con una amplia nómina de lecturas ni gobernar una cultura suficiente, de donde todo cae en mi desdoro), pueda decir que hasta la fecha no había leído un libro de la tendencia literaria del Nouveau roman. Todo se debe probar en la vida, salvo lo irreversible, que nos haría perder el deseo de su consecución, en muchas ocasiones más denso que la consecución misma.

Pues en este insoportable libro, puro ejercicio de estilo y nada más, adelgazable hasta las veinte páginas, conque probéis un poquito os bastará. Muy bien a ese simbolismo de parvulitos para las ciudades que marcan el eje de la novela (se trata de un viaje en tren de París a Roma): nos imaginamos París de un color grisáceo-funcionario y Roma radiante de belleza, dioses paganos y sol. Muy bien a ese estribillo obsesivo: "el piso de hierro recalentado" reaparece en torno a las cincuenta ocasiones en las primeras cincuenta páginas. Muy bien a la erudición del escritor, que se conoce a la perfección todas las galerías de arte, calles  y museos de Roma... Pero el libro se cae de las manos. Al que escribe esta reseña le resulta insufrible. Chispazos de ingenio verdaderamente buenos perdidos en un cenagal de estilo. Ya lo decía el bueno de Sábato.

Pues eso, que si estabais pensando en leer esta obra, no os pongáis demasiado cómodos.


Algunas palabrillas sobre El Lagarto

El lagarto es un cuento que escribí cuando estaba terminando la universidad. Me trae su composición algunos hermosos recuerdos. El primero, es un CD copiado de un grupo que cantaba en inglés; por la época debía ser Dover o Bad Religion, aunque me decanto más por los primeros; coincidió con mi último año en Murcia, el descubrimiento de un cedeclub y días demasiado poblados. Mi única manera de estar solo era escuchar la misma canción a un volumen cada vez más alto. Acababa cada noche la redacción de mi cuento con un insoportable pitar en los oídos. Los años pasaron, y a algunas personas cercanas resultó gustarles. A otras no, aunque todos me contaron sus maravillas por igual. Qué envidia de libertad la del niño y la del ignorante (y qué paradojas, ambas). A mí sólo me daban vueltas por la cabeza la idea de Tirano Banderas y la de El desván de los machos y el sótano de las hembras (una magnífica obra de teatro de Luis Riaza) y algunas fotos de caudillos y dictadores.

Espero que os guste. Y si no, apuntad un comentario anónimo mandándolo (o mandándome) allá.

domingo, 1 de noviembre de 2009

El lagarto

El lagarto

a quien me leía este cuento


Paso a paso y peldaño tras peldaño. Dicen que cuando ella subía por las escaleras lentamente, con tanta precaución que le dolía respirar sin levantar ningún sonido, con toda, toda la precaución del mundo, las palabras del padre aún resonaban en sus oídos: “no, no debes oírlo”. “Y tampoco él debe oírme, ¿no, padre?” “No, hija, tampoco. Sería fatal. Mandaría a cielo y tierra sobre ti y no podrías hacer nada.”

... que la torre se clavaba como negra aguja en las tripas del cielo oscuro. Adquiría dimensiones míticas desde dentro; titánicas desde fuera. La torre era inexpugnable: nadie destruiría jamás la torre. Nadie tomaría la torre. Nunca. Por eso la torre había que derruirla por dentro. Al lagarto tenía que matarlo alguien de dentro; eso lo sabían todos. Tanto lo sabían todos que hasta las pitonisas lo habían escuchado y lo habían regurgitado al pueblo como los caballos hacían antes, con las hierbas que pastaban, cuando había caballos y hierba. Las pitonisas que siempre se equivocan habían dicho que llegaría uno de los que vivían dentro que empuñaría la muerte contra el que da de comer y lo acabaría para siempre. Y que todos los problemas acabarían y empezarían ahí. Se rumorea que quiromantes y numerólogos se lo dijeron a los del lagarto y que se lo llegaron a decir al mismo lagarto en persona. Quizá fue por eso por lo que acabó con las pitonisas, por lo que las mató, por lo que exterminó a toda esa generación de niñas y a la mitad de la siguiente. Y tal vez fue por eso por lo que a los esclavos nos obligó a callar. Nos prohibió la lengua, las palabras de respeto, de miedo, de amor, de curación, los hechizos, todo... menos las órdenes. A los esclavos ya nos fue prohibida la voz. El sonido de nuestras gargantas se castigaba. Con la muerte, claro. El único castigo, bien polivalente, era siempre, siempre la muerte. Y no se nos cortó la lengua o las cuerdas vocales. Se nos conservó la capacidad para castrarnos aún más...

... que ella subía arrastrándose casi por los escalones de piedra desnuda, tan desnuda como ella. (A los esclavos nunca se nos dio ropa.) Se movía con sigilo torpe entre la piedra, maravillándose de haber sorteado ya seis veces seis controles de guardias espeluznantes, de presencia y corazón tan fríos y aplastantes sobre el esclavo como el techo de un templo que se desplomase sobre una multitud confiada. Sesenta y seis controles... Ahora empezaba a vislumbrar que sí podía ser cierto que ella fuera la elegida, y que la mano del destino guiase sus pasos sagrados, que aquellas palabras alucinadas del viejo no eran tan desatinadas. Los hombres sabios de la torre se lo habían susurrado o se lo habían ido escribiendo con las uñas en la argamasa de entre las piedras o sobre las piedras mismas a lo largo de los años de su infancia. Desde siempre leyó mensajes como “tú...” y dos semanas después “verás que na...” y un mes y medio después, ya sin señal de la anterior, “die te detiene por...” y se le acababa olvidando, claro, quién era el sujeto de la frase. Ahora las veía todas con una claridad prístina, unas seguidas de otras, textos sagrados de su tribu.

... que cada control que se encontró le hizo tragar lágrimas de terror. Pero se trata sin duda de una falacia, porque jamas derramó una sola de ellas, porque las necesitaría todas y cada una de ellas cuando llegara al final de las escaleras. Antes, un control y otro, como aquél: los guardias gigantescos, los seres de hielo estaban a menos de un suspiro de ella... En su presencia se helaba el aliento y caía congelado al suelo como escarcha; otra razón más de por qué no pudo llorar ni una sola vez. Una mirada apenas, o apenas el ruido de girar los ojos en sus cuencas o de sólo mover el diafragma o de pensar en algo con demasiada insistencia y le quebrarían el cuello como el tallo de un jazmín. (Uno de esos dibujos que los ancestros no sólo se imaginaron, sino que respiraron y besaron y adornaron las nucas y los senos de sus mujeres con collares confeccionados con ellos.) ¿Qué era un jazmín en verdad? No lo sabemos. ¿Qué eran la verdad y los jazmines? No lo sabemos aún. ¿Qué era una flor? Tal vez dentro de un tiempo... Pero ella era precisamente tiempo lo que no tenía para esperar a que acabaran el ciclo, y se arriesgó por lo que antes no había hecho: por el destino en que empezaba a creer, porque había que matar al lagarto como quiera que fuese, a cualquier coste. Los guardias arrastraban sus pesadas patas de varias toneladas y parecían olisquear las emociones del aire y poder separarlas y matizarlas para poder así aplastarlas a todas sin dejar acaso restos que pudieran ser semilla. Ella cerró los ojos, confió en la victoria y cruzó escurriendose entre ellos y sus pesadas patas y dorsos. Uno giró la cabeza, y la miró acaso... pero no vio nada y no puso más atención sobre su persona, ya fundida en las sombras protectoras.

... que se arroscaba como un cáncer, como una serpiente errada que buscase el fuego desesperadamente, hacia un infierno cada vez más arriba, hacia un aire cada vez más insuficiente. Los nervios de la torre, su médula y arterias era la eterna escalera de caracol adosada a sus gruesos muros. La escalera sin fin, la escalera de peldaños inciertos, por cuyos desnudos bordes habían caído o se habían arrojado al vacío miles de hombres a lo largo de tantos siglos de opresión... Cuando aún quedaba valor y esperanza y secreta euforia en el pecho de los hombres y se daba la vida antes de soportar la rabia y el dolor que quemaban más que las heridas, muchos de aquellos intentaron rebeliones para recuperar su orgullo robado. ¿Y quién acabó con ellos? Las escaleras. El lagarto se reiría, si pudiera. Las escaleras mataron a los rebeldes. Uno solo de los guardias se bastaba para sofocar la revuelta; uno solo que lanzase peldaños abajo algo rodante, o a sí mismo. Y todo caería al pozo negro, hasta algún techo o suelo, y meses después serían descubiertas algunas calaveras y costillares quebrados de revolucionario, roídos por las ratas y el tiempo, fuera éste lo que fuese.
... un aire con dueño, como vivo, enemigo, que no se dejaba respirar. Son las únicas -y últimas- palabras que conservamos de ella,

... que jamás dejo de pensar en sus palabras, las palabras del padre... Las que jamás la abandonarían siquiera después de que él cayese bajo las hojas blancas y pesadas de los guardias, las enormes lanzas que lo sajaron algún día sin razón ulterior. Las leyendas no suponen que la elegida quiso jugar como habría querido cualquier otra niña del pasado, y que cuando aquél la sujetase con infinita paciencia para hablarle sobre su importante cometido en la vida ella no le haría caso, y le tiraría de las barbas (porque la higiene... ¿La higiene...? También perdida, con el resto de la dignidad) y le preguntaría aburrida “¿Por qué yo, papá?” aunque sólo fuese con la mirada, en un vagido íntimo de la medianoche, cuando los que dispensaban la vida parecía que también descansaban y sus ojos no nos ataban como cerco de espinas. “¿Que por qué tú? ¿Y por qué otra? Mejor tú que otra; tú vales más, tú lo harás mejor, tú harás que me sienta orgulloso”, respondía él con ademán nervioso, con brusquedad a veces, por lo importante de cuanto tenía que decir. Los esbirros de la falacia dicen que ella lloraba entonces (y tal vez, sólo tal vez, es posible que lleven razón), y que él le contestaba: “no... no llores, no quise decir eso. Tú harás que se sien¬ta orgullosa la gente, pero no de haberte conocido, sino de poder ser gente. Tú nos devolverás la dignidad. Tú serás nuestra madre porque nos traerás de nuevo al mundo. Esto no es el mundo. Ahí afuera es donde está el mundo, y es bonito, es... es ancho y... de colores; esto es una mentira, un mal sueño del lagarto, una pesadilla que experimenta con nosotros. Nosotros queremos ser felices: el lagarto tiene que morir. Tú nos harás felices. No hay más que hablar”.

Los siglos pasaron y la primera mujer creció. El lagarto tenía que morir... El lagarto llevaba teniendo que morir eones, pero sólo envejecía y se depuraba más y más y más, y su piel se volvía más y más verde y sus arrugas más y más profundas, y todos sabían que nunca iba a morir, en realidad. Fue desesperante en los primeros meses, aunque luego olvidamos la palabra mes porque ya no sabíamos qué era la palabra tiempo. Ya nadie sabe lo que significa, la palabra tiempo que también nos robó el tirano, aunque la seguimos usando, no sé por qué, tal vez porque la necesitemos íntimamente. Creo que un mes es un instante. Un suspiro se compone de cientos de meses, por ejemplo. Ya nadie nos lo puede decir: el tiempo se ha perdido. Un eón es mucho tiempo, como dos vidas, y un mes una fracción acaso. Mediríamos nuestras vidas, pero no tenemos con qué: el lagarto es eterno o al menos inmortal, pues ha vivido desde antes de todos nuestros abuelos y sus abuelos, y nosotros morimos con velocidad, muchos incluso antes de crecerles la barba o los pechos, de mañana o de noche, no sabemos. Nunca sabemos; tal vez otros.

Sacerdotisas y hombres sabios lo dijeron siempre, que desvariamos cuando dejamos de saber dónde está la piedra y dónde el cielo. Pero en el final de la escalera, en el horizonte del cielo se funden inevitablemente, y, mal que nos pese, nada podemos hacer. Si ella, en cambio, no lo dudó jamás, entonces las palabras santas que dicen que desde que comenzó a caminar no perdió ya un solo instante en dudar serán ciertas. Nuestra salvadora se dirigió sin fin hacia aún más allá del corazón de la torre. La torre no tenía corazón ni cielo. La torre sólo tenía piedra... y, en algún final, un techo clavado en el corazón del cielo. Tenía largos pasadizos oscuros, tortuosos, estrechos corredores mohosos donde no cabía un adulto -aun malnutrido- más que reptando sobre sus rodillas y anchas estancias coronadas por la negrura del abismo alto y la visión lejana de la escalera mínima, donde el frío de la piedra sólo lo podían remediar los hombre juntándose con sus iguales; pero la prometida marchaba sola, hambrienta y cansada: sorteó puertas gigantescas sin forzarlas, pasando meses sin comer ni dormir hasta que un guardia las quería franquear y en ese instante se deslizaba por detrás, siempre las manos a la espalda, los dedos callando el silbido de las armas entre el aire. Otras veces escaló enormes muros de piedra sin pulir, desnudos hasta las falanges los dedos que temblaban y sangraban, buscando con denuedo la imperfección de la construcción. Y reptaba luego por las madrigueras de las alimañas que le herían la piel blanca en silencio de lágrimas no vertidas...

... que la mujer que nos abriría el portón de la aurora tuvo una causa personal para hacer lo que hizo, que un día se enamoró (y por esto mismo era la prometida, pues esa idea había nacido de la nada del olvido) de un bello joven de vida corta, con el que aprendían a sonreír en el manto de penumbra. Murmuran que el lagarto mató a su retoño y eso fue lo que la decidió a caminar. Pero nosotros gritamos indignados que eso es un mentira, y que la prometida no cumplió una vulgar venganza, y que su amor no fue restringido y único, sino que nos amó a todos. A todos los hombres y a todas las mujeres.

... que el amor se inventa cuando se ha sufrido la humillación de olvidarlo, como una buena mala hierba. Se recordaba que los hombres que al principio la vieron, muy al principio, no intentaron, en general, detenerla. Parleras y rumoreadores esparcen, sin embargo, veneno impunemente sobre su recuerdo, y dicen que su orgullo, el de los varones, podría... pero lo que intentaban siempre era besarla y quererla. (Y también las mujeres.) ¿Orgullo? Debe ser una broma. Quererla era lo único... El gusano les había quitado el sexo. (Y también el amor.) Los hombres y las mujeres intentaban simular cómo sería quererla, pero no lo sabían, y sus torpes intentos eran como el perro que guía ciego en medio de la tormenta hacia ninguna parte. Antes de que nadie naciera el lagarto ya había prohibido cualquier excitación emocional psicosomática. En la torre no había emociones. Las emociones agrietaban la piedra. Las emociones que resquebrajaban la piedra fueron prohibidas en decretos no escritos, y los incestuosos, violadores, adúlteros, esposos, amantes, mirones o fantasiosos fueron por igual pasados a cuchillo. El gusano mató la emoción y los muros ese eón se pusieron fuertes y lustrosos como nunca. La procreación y las caricias se volvieron algo criminal. Cuando se necesitaba más mano de obra, para reforzar los muros y hacer crecer la torre, se echaba mano de un hombre, un guardia le aplastaba los testículos y con el batido blanco-carmesí se fecundaba a cinco o seis hembras. La pérdida no sería cuantificable. Ninguna madre jamás vio a sus hijos: éstos eran adjudicados a ciertos seres probadamente pacíficos cuya formación nunca iba a ser contraria al lagarto. Los pedagogos del lagarto, que eran bien alimentados y dormían caliente, cuyos licores no faltaban a la mesa, que además comían en mesa, los fieles, que todos sabían quienes eran, cuyas traiciones se recordaban una por una maceradas en la sangre que fue vertida aquella vez para comer caliente y con lo que llaman cubiertos y dormir entre mullidos cojines, jamás olvidadas, y por ello se les culpará siempre de que se matara también a cualquiera que recordase sus nombres. Y por todo esto y muchas otras cosas que se han olvidado con tantos golpes en el cráneo, los hombres empezaron a pensar cosas diferentes de las que sentían, y nadie se dio cuenta de que ese era el veneno que manaba de las venas escleróticas del lagarto, los fluidos innombrables que alimentarían hasta el final de los tiempos su cuerpo que ya no podía ser sino alma...

... que al lagarto tendría que matarlo alguien de dentro. ¡Como que nadie lo había visto jamás! De hecho, ni se sabía acaso dónde encontrarlo. Pero en esa nimiedad no pensó nadie: no se renunció a la ilusión. Lo sabían todos, que ella, que iba a matar al lagarto, sabría dónde encontrarlo, era indudable. Llegando a la altura del control octavo, o el décimo, su vida de antes, empezó a dejar de tener sentido, y ella misma olvidó su nombre, y su padre, que murió asesinado -en realidad, todos murieron descontentos, frustrados, asesinados- y era el único que podría haberlo dicho a las generaciones que vendríamos después, no pudo comunicárselo a nadie. Las vidas de nuestros hermanos muertos han sido tan desdichadas, tan anuladas que, a excepción de yermas denuncias, se puede decir que sí fueron borradas. El lagarto venció a nuestros padres y ella iba a eliminarlo a él por el bien de todos. Estaba escrito en las paredes, susurrado en las lóbregas corrientes del torreón. Estaba escrito todo menos su nombre, y por ello nadie la recuerda como tal, y la llamamos la primera, ella, la que mataría al lagarto y otros títulos que, como quiera que sea, nos la alejan sin remedio, y hacen que ya no podamos casi ni imaginarla excepto con sus armas en las manos, y ya nunca sonriendo ni hablando ni comiendo. Que ella mataría al lagarto pero que a cambio pagaría un alto precio.

... que el lagarto no se alimentaba de los niños nonatos, sino de sus madres y padres fuertes. Que bajo la mirada de fuego del inmortal la prometida sufriría dolores jamás imaginados, y que cuando desplegase sus alas aceitosas, anchas como toda la superficie de la torre, y las serpientes fluyesen de sus heridas que cicatrizaban instantáneamente, la favorita lloraría de horror y de impotencia y entonces todo se resolvería, y el destino que la había guiado hasta allí probaría finalmente quién era más fuerte, si el lagarto o él mismo... Es lo que dicen las voces. Y era una idea agradable que el destino la guiara, pero si se descuidaba un poco, siquiera un instante, los guardias la apresarían y el lagarto la ensartaría en grandes agujas hasta verla morir disecada. Y el destino se reiría indolente, irresponsablemente, y con suerte volvería a darnos en otros mil eones una nueva heroína, pero nosotros ya no estaríamos ahí, nosotros, no un pedazo muerto de historia, arbitrario número entre el veinticinco y el vein¬tisiete sino un veintiséis único que jamás se repetirá.

Al final, entre otras cosas, por lo que supimos y nos contaron otros que otros les contaron, en los que confiamos o confían quienes conocemos (porque, en realidad, todos o casi todos supimos que alguien partía para matar al lagarto, pero ¿cuándo?, pues ¿qué era el tiempo?) y desechando las mentiras que pergeñan los que desean confundirnos, sabemos que ocurrió esto.

Dicen que ...

por fin lo tuvo cara a cara. Abrió una puerta La sala era enorme, grande como el resto de la torre, vacía. Tal vez algún pendón colgaba polvoriento de las paredes, pero no consta en lo que hemos averiguado; nunca lo supimos. Sentado en el sillón gigantesco de huesos blancos no era sino una pulga, un pingajo, un ser risible y lamentable. No imponía respeto, no imponía miedo. No imponía nada, ni sugería, ni hacía gracia porque no se sabe ya con certeza qué es el humor: eso también fue eliminado, al principio tal vez, los primeros meses. En su piel de pergamino se hallaba toda la vida cobrada, todo el tiempo robado. Quiso decirle “te escuché desde el prin¬cipio, te estaba esperando” pero sólo pudo elevar fatigosamente las pupilas hacia la mujer y respirar una vez más. Ella se le acercó despacio, intentando aparentar un paso majestuoso aun sin referente, inventando un porte de reina que va a impartir justicia. Justicia, sí... pero, ¿de qué se podía tratar, si “eso” también debió morir apenas los primeros meses?
Dudas. Que tenía dudas. Dudaba porque jamás antes se había sentido tan universalmente humana... ¡Pero el lagarto tenía que morir! Y siguió andando a paso lento, hacia él. La momia intentaba abrir la boca para gemir pidiendo auxilio, pero el esfuerzo que tenía que realizar para abrir los labios derrumbados le superaba con creces. Ella se le iba acercando, las manos siempre a la espalda, callando el grito de su daga, sin perder un instante, y cuanto más cerca de la vieja oruga, más prietas parecían sus carnes, más de rosa sus pechos, más airados sus escasos cabellos, y más soberbio su exagerado mecer de caderas. Se dio cuenta de que estaba queriendo intimidarlo. “¡No! ¡No quieras ser más que él! ¡Tienes que matarlo con indiferencia! ¡Es capital! ¡Si no, todo se habrá perdido!” habían dicho las pitonisas unos eones antes de que ella naciera; su padre se lo recordó un mes antes de salir en busca del lagarto para darle muerte. Y ahora ella caía y se preguntaba nerviosa si sería demasiado tarde, si habría ya fracasado por ese absurdo coqueteo con el reo de muerte.

Puso su pie en el estrado que elevaba el soberbio trono de huesos resecos y se acercó a distancia de tocarlo con su mano. El espantapájaros hizo un esfuerzo sobrehumano para acercársele y ella sacó sus dos tesoros de la espalda, sus dos armas mágicas: un par de guantes, de piel humana, y una daga de metal negro, bruto. Se calzó los guantes frente a la mirada de ceniza del viejo dragón, se los ajustó y empuñó el cuchillo (“Que no te salpique la sangre del lagarto; es corrosiva, y te puede envenenar y quemar para siempre”) con firmeza. Mirando más allá de él, sin dedicarle una sola emoción, atravesó al viejo por el estómago una y otra y cien veces. El cuchillo parecía matarlo una y otra y mil veces, por cómo agonizaba y quería gritar y cómo intentaba suscitar salvajemente la emoción del corazón de la mujer, robarle los sentimientos que nadie supo jamás si había tenido. Él mismo le la había robado la pasión a los abuelos de los abuelos de los ancestros de su némesis. El puñal cosía y descosía la panza del lagarto, que trataba de agarrarse a los brazos del sillón como a la vida, o intentaba asir los brazos de la mujer para detener su crimen. Ella apartaba paciente la irrisoria oposición que le ofrecían las tristes varillas del viejo con su mano enguantada, sin mancharse. (“Que se mate él; tienes que hacer que se mate él”.)

Por fin comprendió. Empalándolo con más violencia que ninguna de las veces anteriores, entró la otra mano dentro del pañal del anciano y empezó a manipular. El lagarto se revolvió, sensibilizado salvajemente. Ella siguió manoseando suavemente. El lagarto se revolcaba sobre el mango, y el puñal, quieto, hería más y más su mísero cuerpo, hasta que la enorme tronera llegó al corazón y el lagarto expiró con un gemido fuerte. La vida y la muerte acabaron con el eterno. El guante estaba empapado.

Nadie dice que la primera tuvo que quitarse los guantes como cualquiera de nosotros, uno primero y luego el otro: todos se apresuraron a decir que la primera obró otro de los milagros: que se pudo quitar el segundo guante sin mancharse de la sangre venenosa del lagarto. Nosotros creemos esa verdad aun cuando otros la cuestionan, y nos llaman a nosotros lagartos, y claman -tal vez aprendiendo a usar en ese momento sus olvidadas lenguas- por nuestra eliminación. Insultan a la primera mujer y niegan la validez de su obra, escupiendo sobre su lápida vacía, que nosotros sabemos no fue necesaria porque ella se inmoló tras su acto, para que a nadie salpicase la sangre del lagarto, rezan los códices. Los apóstatas mienten. Mienten siempre. Mienten cuando dicen que la primera mujer se impregnó de la sangre del lagarto, que los hombres -y con ellos su piel, por fuerte que lo deseen- nunca serán del todo impermeables a la sangre.

La predestinada aguardó a que algo sucediera. Tras matar al lagarto todo tenía que cambiar: la piedra tenía que volverse madera y flores, los esclavos llegar gritando y riendo (cualesquiera que fueran los significados de esos verbos olvidados) y los suelos y los techos bascular y derrumbarse con jolgorio hasta no conformar en total más de un quinto plano. Algo tenía que ocurrir inmediatamente...
Aguardó. Nada ocurría. Quizá, pensaba, no tan inmediatamente pero pronto sí que tendría que notarse alguna variación en el orden de la vida. En algún gesto debía traducirse antes o después que ella había dado muerte al lagarto...
Se sentó en el helado suelo de piedra de la cámara. Miró a un lado y a otro. De toda la colosal estancia sólo disputaban al vacío el espacio dos formas: el trono de huesos alto como tres hombres y el guiñapo sanguinolento. Con tranquilidad, cayó dormida...
Y despertó, meses después, entre frío y calambres, de una larga pesadilla, ya con escasas esperanzas de la más leve novedad. El trono y el recuerdo del tirano le seguían haciendo compañía. Ella, tras largos años de aburrimiento, empezó a posar sus ojos sobre sí misma porque era lo único que le quedaba ya. Se tanteó por detrás; se peinó de diversas maneras; se mordió las uñas; se masturbó con y sin guantes; se limpió de legañas; bostezó, pensó, meditó, orinó por las esquinas, recordó al lagarto (“te estaba esperando”), intentó el lenguaje y miró a la puerta esperando una señal... que no llegó jamás. Y la pesada puerta que se cerró tras su entrada valerosa, siglos antes, no volvió a abrirse.




Las voces hablan y dicen. Dicen, dicen, dicen... Siempre dicen. Las voces callan sólo para hablar con obstinación siempre mayor. Farfullan mentiras y verdades todas juntas, sin criterio y sin verdad, cada cual queriendo dar sentido a su absurda historia, la historia de todos y de cada uno de nosotros. Yo ya soy viejo, y muero dentro de poco; para mis iguales ya no soy sino un estorbo entre ellos y lo que haya detrás de mí. Yo les pregunto si es que no la ven, la pared, el formidable muro fuerte que nos encierra en la torre y nos separa del mundo de verdad, que está ahí afuera; y si no la pueden ver, que por qué no la quieren tocar... Y ellos me con¬testan que para qué quiero ir ahí afuera, se sonríen, repiten burlándose eso de “afuera” y me dejan por loco.

... que los hombres dejan de estar unidos cuando dejan de soñar con el mismo cielo. Que cuando se quieren cosas diferentes se recuerdan amigos nuevos. Que el corazón de los hombres se corrompe con facilidad, y que la verdad no es una sola. Y tal vez esto sea cierto a veces, sobre todo cuando el corazón no está corrupto y la verdad puede ser múltiple. Que la primera no nació nunca, o que el lagarto, alguien asegura que ha oído, tiene rasgos de mujer.

Los hombre soñamos en voz alta, y -no me atrevo a decir cuándo- nos exterminaron por ello, nos usaron como a los bueyes de la leyenda, los que tiraban el carro lleno de comida y juguetes bonitos. Nos golpearon la cerviz como a las bestias hasta que doblamos la cabeza o se nos quebró el cuello, en un insensato ejercicio de ilusiones estériles como el mismísimo lagarto. Seguimos imaginando que sobre todas las piedras y las torres, por altas que fuesen, habría un hermoso cielo rojo esperando para dar cobijo a los sueños que quedaran después de los que se hubieran fundido con el cráneo y los sesos de sus anhelantes criadores.

Sí que se dicen muchas cosas, muchísimas cosas. ¡Y hace tanto, ya, que a los esclavos nos fue prohibida la voz!



(c) El Cuentacuentos





¡Una gran noticia!

Cuentan que los pobres no somos los que no tenemos unas perras en el bolsillo, sino los que no hemos sabido guardar algunas para el día siguiente. Hoy yo voy a luchar por no ser pobre.

Contaré una pequeña historia sobre mí. Empecé a escribir hace ya algunos años. Hace ya más de quince años. Lo que he escrito, en algunas ocasiones, no merece el gasto de tiempo de su lectura. En otras, tal vez pueda despertar una sonrisa cómplice, una metáfora prometedora, ingenuamente desperdiciada. En general no es algo de lo que me encuentre demasiado orgulloso, y no es por falsa modestia. Si me hubiera creído esrcitor, habría intentado esa escalera de Jacob. Pero el primer peldaño ya se me quedó lejos del alcance de mis manos. Y me dediqué a otras cosas.

Hoy Piotr, mi amigo Piotr, el escritor de creeloquequieras.blogspot.com anotado al margen derecho, me ha mandado algunos cuentos que yo debí escribir hace años. Apenas me reconozco como voz, pero sí reconozco algunos de los momentos de escritura. Escribir es conocerse, y conocerse es re-conocerse -para Platón y para otros que no son Platón.

Voy a no ser un manirroto y voy a colgar sólo uno.

Yo los pondría todos.

El Paraíso inhabitado de Ana María Matute

Hace algunos años, tuve la mala fortuna de, en un encuentro de escritores, venir a comentarle a una septuagenaria magnífica escritora que escribiese "la próxima antes de veinte años, ¿eh?"

Si no me mató con la mirada, poco le faltó. Eran los años de Olvidado Rey Gudú. Ahora leo su Paraíso inhabitado. Me gusta menos; en realidad no sé si volverá a escribir un libro así de enorme. A veces los escritores sólo escriben una magnífica obra de arte y el resto de lo que redactan ya sólo son grandes novelas, o ensayos, o poemarios. Pero de todos modos, algunas de sus páginas proporcionan un gran placer lector,, y por supuesto lo recomiendo. Pero no antes de haberse leído los Cuentos, Los Abel o por supuesto Olvidado Rey Gudú.

Sobre "Ocho de la mañana"

"Ocho de la mañana" es un cuento escrito hace ya bastantes años. No es que me sienta especialmente orgulloso de él, pero a lo mejor le gusta a alguien. A mí en su momento me hizo exorcizar algunos demonios. La literatura tiene un poder purgador magnífico, para el que lee y para el que escribe. Catarsis lo llaman los que entienden.

En este cuento me propuse poder hablar de la noche y la oscuridad como el abrazo más íntimo del olvido y la muerte. En algunos débiles momentos de la vida parece que son el único consuelo. Luego resulta que hay tantos más, pero el poso se queda y uno no olvida así como así a quienes le cobijaron en los momentos peores.