El lagarto
a quien me leía este cuento
Paso a paso y peldaño tras peldaño. Dicen que cuando ella subía por las escaleras lentamente, con tanta precaución que le dolía respirar sin levantar ningún sonido, con toda, toda la precaución del mundo, las palabras del padre aún resonaban en sus oídos: “no, no debes oírlo”. “Y tampoco él debe oírme, ¿no, padre?” “No, hija, tampoco. Sería fatal. Mandaría a cielo y tierra sobre ti y no podrías hacer nada.”
... que la torre se clavaba como negra aguja en las tripas del cielo oscuro. Adquiría dimensiones míticas desde dentro; titánicas desde fuera. La torre era inexpugnable: nadie destruiría jamás la torre. Nadie tomaría la torre. Nunca. Por eso la torre había que derruirla por dentro. Al lagarto tenía que matarlo alguien de dentro; eso lo sabían todos. Tanto lo sabían todos que hasta las pitonisas lo habían escuchado y lo habían regurgitado al pueblo como los caballos hacían antes, con las hierbas que pastaban, cuando había caballos y hierba. Las pitonisas que siempre se equivocan habían dicho que llegaría uno de los que vivían dentro que empuñaría la muerte contra el que da de comer y lo acabaría para siempre. Y que todos los problemas acabarían y empezarían ahí. Se rumorea que quiromantes y numerólogos se lo dijeron a los del lagarto y que se lo llegaron a decir al mismo lagarto en persona. Quizá fue por eso por lo que acabó con las pitonisas, por lo que las mató, por lo que exterminó a toda esa generación de niñas y a la mitad de la siguiente. Y tal vez fue por eso por lo que a los esclavos nos obligó a callar. Nos prohibió la lengua, las palabras de respeto, de miedo, de amor, de curación, los hechizos, todo... menos las órdenes. A los esclavos ya nos fue prohibida la voz. El sonido de nuestras gargantas se castigaba. Con la muerte, claro. El único castigo, bien polivalente, era siempre, siempre la muerte. Y no se nos cortó la lengua o las cuerdas vocales. Se nos conservó la capacidad para castrarnos aún más...
... que ella subía arrastrándose casi por los escalones de piedra desnuda, tan desnuda como ella. (A los esclavos nunca se nos dio ropa.) Se movía con sigilo torpe entre la piedra, maravillándose de haber sorteado ya seis veces seis controles de guardias espeluznantes, de presencia y corazón tan fríos y aplastantes sobre el esclavo como el techo de un templo que se desplomase sobre una multitud confiada. Sesenta y seis controles... Ahora empezaba a vislumbrar que sí podía ser cierto que ella fuera la elegida, y que la mano del destino guiase sus pasos sagrados, que aquellas palabras alucinadas del viejo no eran tan desatinadas. Los hombres sabios de la torre se lo habían susurrado o se lo habían ido escribiendo con las uñas en la argamasa de entre las piedras o sobre las piedras mismas a lo largo de los años de su infancia. Desde siempre leyó mensajes como “tú...” y dos semanas después “verás que na...” y un mes y medio después, ya sin señal de la anterior, “die te detiene por...” y se le acababa olvidando, claro, quién era el sujeto de la frase. Ahora las veía todas con una claridad prístina, unas seguidas de otras, textos sagrados de su tribu.
... que cada control que se encontró le hizo tragar lágrimas de terror. Pero se trata sin duda de una falacia, porque jamas derramó una sola de ellas, porque las necesitaría todas y cada una de ellas cuando llegara al final de las escaleras. Antes, un control y otro, como aquél: los guardias gigantescos, los seres de hielo estaban a menos de un suspiro de ella... En su presencia se helaba el aliento y caía congelado al suelo como escarcha; otra razón más de por qué no pudo llorar ni una sola vez. Una mirada apenas, o apenas el ruido de girar los ojos en sus cuencas o de sólo mover el diafragma o de pensar en algo con demasiada insistencia y le quebrarían el cuello como el tallo de un jazmín. (Uno de esos dibujos que los ancestros no sólo se imaginaron, sino que respiraron y besaron y adornaron las nucas y los senos de sus mujeres con collares confeccionados con ellos.) ¿Qué era un jazmín en verdad? No lo sabemos. ¿Qué eran la verdad y los jazmines? No lo sabemos aún. ¿Qué era una flor? Tal vez dentro de un tiempo... Pero ella era precisamente tiempo lo que no tenía para esperar a que acabaran el ciclo, y se arriesgó por lo que antes no había hecho: por el destino en que empezaba a creer, porque había que matar al lagarto como quiera que fuese, a cualquier coste. Los guardias arrastraban sus pesadas patas de varias toneladas y parecían olisquear las emociones del aire y poder separarlas y matizarlas para poder así aplastarlas a todas sin dejar acaso restos que pudieran ser semilla. Ella cerró los ojos, confió en la victoria y cruzó escurriendose entre ellos y sus pesadas patas y dorsos. Uno giró la cabeza, y la miró acaso... pero no vio nada y no puso más atención sobre su persona, ya fundida en las sombras protectoras.
... que se arroscaba como un cáncer, como una serpiente errada que buscase el fuego desesperadamente, hacia un infierno cada vez más arriba, hacia un aire cada vez más insuficiente. Los nervios de la torre, su médula y arterias era la eterna escalera de caracol adosada a sus gruesos muros. La escalera sin fin, la escalera de peldaños inciertos, por cuyos desnudos bordes habían caído o se habían arrojado al vacío miles de hombres a lo largo de tantos siglos de opresión... Cuando aún quedaba valor y esperanza y secreta euforia en el pecho de los hombres y se daba la vida antes de soportar la rabia y el dolor que quemaban más que las heridas, muchos de aquellos intentaron rebeliones para recuperar su orgullo robado. ¿Y quién acabó con ellos? Las escaleras. El lagarto se reiría, si pudiera. Las escaleras mataron a los rebeldes. Uno solo de los guardias se bastaba para sofocar la revuelta; uno solo que lanzase peldaños abajo algo rodante, o a sí mismo. Y todo caería al pozo negro, hasta algún techo o suelo, y meses después serían descubiertas algunas calaveras y costillares quebrados de revolucionario, roídos por las ratas y el tiempo, fuera éste lo que fuese.
... un aire con dueño, como vivo, enemigo, que no se dejaba respirar. Son las únicas -y últimas- palabras que conservamos de ella,
... que jamás dejo de pensar en sus palabras, las palabras del padre... Las que jamás la abandonarían siquiera después de que él cayese bajo las hojas blancas y pesadas de los guardias, las enormes lanzas que lo sajaron algún día sin razón ulterior. Las leyendas no suponen que la elegida quiso jugar como habría querido cualquier otra niña del pasado, y que cuando aquél la sujetase con infinita paciencia para hablarle sobre su importante cometido en la vida ella no le haría caso, y le tiraría de las barbas (porque la higiene... ¿La higiene...? También perdida, con el resto de la dignidad) y le preguntaría aburrida “¿Por qué yo, papá?” aunque sólo fuese con la mirada, en un vagido íntimo de la medianoche, cuando los que dispensaban la vida parecía que también descansaban y sus ojos no nos ataban como cerco de espinas. “¿Que por qué tú? ¿Y por qué otra? Mejor tú que otra; tú vales más, tú lo harás mejor, tú harás que me sienta orgulloso”, respondía él con ademán nervioso, con brusquedad a veces, por lo importante de cuanto tenía que decir. Los esbirros de la falacia dicen que ella lloraba entonces (y tal vez, sólo tal vez, es posible que lleven razón), y que él le contestaba: “no... no llores, no quise decir eso. Tú harás que se sien¬ta orgullosa la gente, pero no de haberte conocido, sino de poder ser gente. Tú nos devolverás la dignidad. Tú serás nuestra madre porque nos traerás de nuevo al mundo. Esto no es el mundo. Ahí afuera es donde está el mundo, y es bonito, es... es ancho y... de colores; esto es una mentira, un mal sueño del lagarto, una pesadilla que experimenta con nosotros. Nosotros queremos ser felices: el lagarto tiene que morir. Tú nos harás felices. No hay más que hablar”.
Los siglos pasaron y la primera mujer creció. El lagarto tenía que morir... El lagarto llevaba teniendo que morir eones, pero sólo envejecía y se depuraba más y más y más, y su piel se volvía más y más verde y sus arrugas más y más profundas, y todos sabían que nunca iba a morir, en realidad. Fue desesperante en los primeros meses, aunque luego olvidamos la palabra mes porque ya no sabíamos qué era la palabra tiempo. Ya nadie sabe lo que significa, la palabra tiempo que también nos robó el tirano, aunque la seguimos usando, no sé por qué, tal vez porque la necesitemos íntimamente. Creo que un mes es un instante. Un suspiro se compone de cientos de meses, por ejemplo. Ya nadie nos lo puede decir: el tiempo se ha perdido. Un eón es mucho tiempo, como dos vidas, y un mes una fracción acaso. Mediríamos nuestras vidas, pero no tenemos con qué: el lagarto es eterno o al menos inmortal, pues ha vivido desde antes de todos nuestros abuelos y sus abuelos, y nosotros morimos con velocidad, muchos incluso antes de crecerles la barba o los pechos, de mañana o de noche, no sabemos. Nunca sabemos; tal vez otros.
Sacerdotisas y hombres sabios lo dijeron siempre, que desvariamos cuando dejamos de saber dónde está la piedra y dónde el cielo. Pero en el final de la escalera, en el horizonte del cielo se funden inevitablemente, y, mal que nos pese, nada podemos hacer. Si ella, en cambio, no lo dudó jamás, entonces las palabras santas que dicen que desde que comenzó a caminar no perdió ya un solo instante en dudar serán ciertas. Nuestra salvadora se dirigió sin fin hacia aún más allá del corazón de la torre. La torre no tenía corazón ni cielo. La torre sólo tenía piedra... y, en algún final, un techo clavado en el corazón del cielo. Tenía largos pasadizos oscuros, tortuosos, estrechos corredores mohosos donde no cabía un adulto -aun malnutrido- más que reptando sobre sus rodillas y anchas estancias coronadas por la negrura del abismo alto y la visión lejana de la escalera mínima, donde el frío de la piedra sólo lo podían remediar los hombre juntándose con sus iguales; pero la prometida marchaba sola, hambrienta y cansada: sorteó puertas gigantescas sin forzarlas, pasando meses sin comer ni dormir hasta que un guardia las quería franquear y en ese instante se deslizaba por detrás, siempre las manos a la espalda, los dedos callando el silbido de las armas entre el aire. Otras veces escaló enormes muros de piedra sin pulir, desnudos hasta las falanges los dedos que temblaban y sangraban, buscando con denuedo la imperfección de la construcción. Y reptaba luego por las madrigueras de las alimañas que le herían la piel blanca en silencio de lágrimas no vertidas...
... que la mujer que nos abriría el portón de la aurora tuvo una causa personal para hacer lo que hizo, que un día se enamoró (y por esto mismo era la prometida, pues esa idea había nacido de la nada del olvido) de un bello joven de vida corta, con el que aprendían a sonreír en el manto de penumbra. Murmuran que el lagarto mató a su retoño y eso fue lo que la decidió a caminar. Pero nosotros gritamos indignados que eso es un mentira, y que la prometida no cumplió una vulgar venganza, y que su amor no fue restringido y único, sino que nos amó a todos. A todos los hombres y a todas las mujeres.
... que el amor se inventa cuando se ha sufrido la humillación de olvidarlo, como una buena mala hierba. Se recordaba que los hombres que al principio la vieron, muy al principio, no intentaron, en general, detenerla. Parleras y rumoreadores esparcen, sin embargo, veneno impunemente sobre su recuerdo, y dicen que su orgullo, el de los varones, podría... pero lo que intentaban siempre era besarla y quererla. (Y también las mujeres.) ¿Orgullo? Debe ser una broma. Quererla era lo único... El gusano les había quitado el sexo. (Y también el amor.) Los hombres y las mujeres intentaban simular cómo sería quererla, pero no lo sabían, y sus torpes intentos eran como el perro que guía ciego en medio de la tormenta hacia ninguna parte. Antes de que nadie naciera el lagarto ya había prohibido cualquier excitación emocional psicosomática. En la torre no había emociones. Las emociones agrietaban la piedra. Las emociones que resquebrajaban la piedra fueron prohibidas en decretos no escritos, y los incestuosos, violadores, adúlteros, esposos, amantes, mirones o fantasiosos fueron por igual pasados a cuchillo. El gusano mató la emoción y los muros ese eón se pusieron fuertes y lustrosos como nunca. La procreación y las caricias se volvieron algo criminal. Cuando se necesitaba más mano de obra, para reforzar los muros y hacer crecer la torre, se echaba mano de un hombre, un guardia le aplastaba los testículos y con el batido blanco-carmesí se fecundaba a cinco o seis hembras. La pérdida no sería cuantificable. Ninguna madre jamás vio a sus hijos: éstos eran adjudicados a ciertos seres probadamente pacíficos cuya formación nunca iba a ser contraria al lagarto. Los pedagogos del lagarto, que eran bien alimentados y dormían caliente, cuyos licores no faltaban a la mesa, que además comían en mesa, los fieles, que todos sabían quienes eran, cuyas traiciones se recordaban una por una maceradas en la sangre que fue vertida aquella vez para comer caliente y con lo que llaman cubiertos y dormir entre mullidos cojines, jamás olvidadas, y por ello se les culpará siempre de que se matara también a cualquiera que recordase sus nombres. Y por todo esto y muchas otras cosas que se han olvidado con tantos golpes en el cráneo, los hombres empezaron a pensar cosas diferentes de las que sentían, y nadie se dio cuenta de que ese era el veneno que manaba de las venas escleróticas del lagarto, los fluidos innombrables que alimentarían hasta el final de los tiempos su cuerpo que ya no podía ser sino alma...
... que al lagarto tendría que matarlo alguien de dentro. ¡Como que nadie lo había visto jamás! De hecho, ni se sabía acaso dónde encontrarlo. Pero en esa nimiedad no pensó nadie: no se renunció a la ilusión. Lo sabían todos, que ella, que iba a matar al lagarto, sabría dónde encontrarlo, era indudable. Llegando a la altura del control octavo, o el décimo, su vida de antes, empezó a dejar de tener sentido, y ella misma olvidó su nombre, y su padre, que murió asesinado -en realidad, todos murieron descontentos, frustrados, asesinados- y era el único que podría haberlo dicho a las generaciones que vendríamos después, no pudo comunicárselo a nadie. Las vidas de nuestros hermanos muertos han sido tan desdichadas, tan anuladas que, a excepción de yermas denuncias, se puede decir que sí fueron borradas. El lagarto venció a nuestros padres y ella iba a eliminarlo a él por el bien de todos. Estaba escrito en las paredes, susurrado en las lóbregas corrientes del torreón. Estaba escrito todo menos su nombre, y por ello nadie la recuerda como tal, y la llamamos la primera, ella, la que mataría al lagarto y otros títulos que, como quiera que sea, nos la alejan sin remedio, y hacen que ya no podamos casi ni imaginarla excepto con sus armas en las manos, y ya nunca sonriendo ni hablando ni comiendo. Que ella mataría al lagarto pero que a cambio pagaría un alto precio.
... que el lagarto no se alimentaba de los niños nonatos, sino de sus madres y padres fuertes. Que bajo la mirada de fuego del inmortal la prometida sufriría dolores jamás imaginados, y que cuando desplegase sus alas aceitosas, anchas como toda la superficie de la torre, y las serpientes fluyesen de sus heridas que cicatrizaban instantáneamente, la favorita lloraría de horror y de impotencia y entonces todo se resolvería, y el destino que la había guiado hasta allí probaría finalmente quién era más fuerte, si el lagarto o él mismo... Es lo que dicen las voces. Y era una idea agradable que el destino la guiara, pero si se descuidaba un poco, siquiera un instante, los guardias la apresarían y el lagarto la ensartaría en grandes agujas hasta verla morir disecada. Y el destino se reiría indolente, irresponsablemente, y con suerte volvería a darnos en otros mil eones una nueva heroína, pero nosotros ya no estaríamos ahí, nosotros, no un pedazo muerto de historia, arbitrario número entre el veinticinco y el vein¬tisiete sino un veintiséis único que jamás se repetirá.
Al final, entre otras cosas, por lo que supimos y nos contaron otros que otros les contaron, en los que confiamos o confían quienes conocemos (porque, en realidad, todos o casi todos supimos que alguien partía para matar al lagarto, pero ¿cuándo?, pues ¿qué era el tiempo?) y desechando las mentiras que pergeñan los que desean confundirnos, sabemos que ocurrió esto.
Dicen que ...
por fin lo tuvo cara a cara. Abrió una puerta La sala era enorme, grande como el resto de la torre, vacía. Tal vez algún pendón colgaba polvoriento de las paredes, pero no consta en lo que hemos averiguado; nunca lo supimos. Sentado en el sillón gigantesco de huesos blancos no era sino una pulga, un pingajo, un ser risible y lamentable. No imponía respeto, no imponía miedo. No imponía nada, ni sugería, ni hacía gracia porque no se sabe ya con certeza qué es el humor: eso también fue eliminado, al principio tal vez, los primeros meses. En su piel de pergamino se hallaba toda la vida cobrada, todo el tiempo robado. Quiso decirle “te escuché desde el prin¬cipio, te estaba esperando” pero sólo pudo elevar fatigosamente las pupilas hacia la mujer y respirar una vez más. Ella se le acercó despacio, intentando aparentar un paso majestuoso aun sin referente, inventando un porte de reina que va a impartir justicia. Justicia, sí... pero, ¿de qué se podía tratar, si “eso” también debió morir apenas los primeros meses?
Dudas. Que tenía dudas. Dudaba porque jamás antes se había sentido tan universalmente humana... ¡Pero el lagarto tenía que morir! Y siguió andando a paso lento, hacia él. La momia intentaba abrir la boca para gemir pidiendo auxilio, pero el esfuerzo que tenía que realizar para abrir los labios derrumbados le superaba con creces. Ella se le iba acercando, las manos siempre a la espalda, callando el grito de su daga, sin perder un instante, y cuanto más cerca de la vieja oruga, más prietas parecían sus carnes, más de rosa sus pechos, más airados sus escasos cabellos, y más soberbio su exagerado mecer de caderas. Se dio cuenta de que estaba queriendo intimidarlo. “¡No! ¡No quieras ser más que él! ¡Tienes que matarlo con indiferencia! ¡Es capital! ¡Si no, todo se habrá perdido!” habían dicho las pitonisas unos eones antes de que ella naciera; su padre se lo recordó un mes antes de salir en busca del lagarto para darle muerte. Y ahora ella caía y se preguntaba nerviosa si sería demasiado tarde, si habría ya fracasado por ese absurdo coqueteo con el reo de muerte.
Puso su pie en el estrado que elevaba el soberbio trono de huesos resecos y se acercó a distancia de tocarlo con su mano. El espantapájaros hizo un esfuerzo sobrehumano para acercársele y ella sacó sus dos tesoros de la espalda, sus dos armas mágicas: un par de guantes, de piel humana, y una daga de metal negro, bruto. Se calzó los guantes frente a la mirada de ceniza del viejo dragón, se los ajustó y empuñó el cuchillo (“Que no te salpique la sangre del lagarto; es corrosiva, y te puede envenenar y quemar para siempre”) con firmeza. Mirando más allá de él, sin dedicarle una sola emoción, atravesó al viejo por el estómago una y otra y cien veces. El cuchillo parecía matarlo una y otra y mil veces, por cómo agonizaba y quería gritar y cómo intentaba suscitar salvajemente la emoción del corazón de la mujer, robarle los sentimientos que nadie supo jamás si había tenido. Él mismo le la había robado la pasión a los abuelos de los abuelos de los ancestros de su némesis. El puñal cosía y descosía la panza del lagarto, que trataba de agarrarse a los brazos del sillón como a la vida, o intentaba asir los brazos de la mujer para detener su crimen. Ella apartaba paciente la irrisoria oposición que le ofrecían las tristes varillas del viejo con su mano enguantada, sin mancharse. (“Que se mate él; tienes que hacer que se mate él”.)
Por fin comprendió. Empalándolo con más violencia que ninguna de las veces anteriores, entró la otra mano dentro del pañal del anciano y empezó a manipular. El lagarto se revolvió, sensibilizado salvajemente. Ella siguió manoseando suavemente. El lagarto se revolcaba sobre el mango, y el puñal, quieto, hería más y más su mísero cuerpo, hasta que la enorme tronera llegó al corazón y el lagarto expiró con un gemido fuerte. La vida y la muerte acabaron con el eterno. El guante estaba empapado.
Nadie dice que la primera tuvo que quitarse los guantes como cualquiera de nosotros, uno primero y luego el otro: todos se apresuraron a decir que la primera obró otro de los milagros: que se pudo quitar el segundo guante sin mancharse de la sangre venenosa del lagarto. Nosotros creemos esa verdad aun cuando otros la cuestionan, y nos llaman a nosotros lagartos, y claman -tal vez aprendiendo a usar en ese momento sus olvidadas lenguas- por nuestra eliminación. Insultan a la primera mujer y niegan la validez de su obra, escupiendo sobre su lápida vacía, que nosotros sabemos no fue necesaria porque ella se inmoló tras su acto, para que a nadie salpicase la sangre del lagarto, rezan los códices. Los apóstatas mienten. Mienten siempre. Mienten cuando dicen que la primera mujer se impregnó de la sangre del lagarto, que los hombres -y con ellos su piel, por fuerte que lo deseen- nunca serán del todo impermeables a la sangre.
La predestinada aguardó a que algo sucediera. Tras matar al lagarto todo tenía que cambiar: la piedra tenía que volverse madera y flores, los esclavos llegar gritando y riendo (cualesquiera que fueran los significados de esos verbos olvidados) y los suelos y los techos bascular y derrumbarse con jolgorio hasta no conformar en total más de un quinto plano. Algo tenía que ocurrir inmediatamente...
Aguardó. Nada ocurría. Quizá, pensaba, no tan inmediatamente pero pronto sí que tendría que notarse alguna variación en el orden de la vida. En algún gesto debía traducirse antes o después que ella había dado muerte al lagarto...
Se sentó en el helado suelo de piedra de la cámara. Miró a un lado y a otro. De toda la colosal estancia sólo disputaban al vacío el espacio dos formas: el trono de huesos alto como tres hombres y el guiñapo sanguinolento. Con tranquilidad, cayó dormida...
Y despertó, meses después, entre frío y calambres, de una larga pesadilla, ya con escasas esperanzas de la más leve novedad. El trono y el recuerdo del tirano le seguían haciendo compañía. Ella, tras largos años de aburrimiento, empezó a posar sus ojos sobre sí misma porque era lo único que le quedaba ya. Se tanteó por detrás; se peinó de diversas maneras; se mordió las uñas; se masturbó con y sin guantes; se limpió de legañas; bostezó, pensó, meditó, orinó por las esquinas, recordó al lagarto (“te estaba esperando”), intentó el lenguaje y miró a la puerta esperando una señal... que no llegó jamás. Y la pesada puerta que se cerró tras su entrada valerosa, siglos antes, no volvió a abrirse.
Las voces hablan y dicen. Dicen, dicen, dicen... Siempre dicen. Las voces callan sólo para hablar con obstinación siempre mayor. Farfullan mentiras y verdades todas juntas, sin criterio y sin verdad, cada cual queriendo dar sentido a su absurda historia, la historia de todos y de cada uno de nosotros. Yo ya soy viejo, y muero dentro de poco; para mis iguales ya no soy sino un estorbo entre ellos y lo que haya detrás de mí. Yo les pregunto si es que no la ven, la pared, el formidable muro fuerte que nos encierra en la torre y nos separa del mundo de verdad, que está ahí afuera; y si no la pueden ver, que por qué no la quieren tocar... Y ellos me con¬testan que para qué quiero ir ahí afuera, se sonríen, repiten burlándose eso de “afuera” y me dejan por loco.
... que los hombres dejan de estar unidos cuando dejan de soñar con el mismo cielo. Que cuando se quieren cosas diferentes se recuerdan amigos nuevos. Que el corazón de los hombres se corrompe con facilidad, y que la verdad no es una sola. Y tal vez esto sea cierto a veces, sobre todo cuando el corazón no está corrupto y la verdad puede ser múltiple. Que la primera no nació nunca, o que el lagarto, alguien asegura que ha oído, tiene rasgos de mujer.
Los hombre soñamos en voz alta, y -no me atrevo a decir cuándo- nos exterminaron por ello, nos usaron como a los bueyes de la leyenda, los que tiraban el carro lleno de comida y juguetes bonitos. Nos golpearon la cerviz como a las bestias hasta que doblamos la cabeza o se nos quebró el cuello, en un insensato ejercicio de ilusiones estériles como el mismísimo lagarto. Seguimos imaginando que sobre todas las piedras y las torres, por altas que fuesen, habría un hermoso cielo rojo esperando para dar cobijo a los sueños que quedaran después de los que se hubieran fundido con el cráneo y los sesos de sus anhelantes criadores.
Sí que se dicen muchas cosas, muchísimas cosas. ¡Y hace tanto, ya, que a los esclavos nos fue prohibida la voz!
(c) El Cuentacuentos
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