Blog literario idiota de Andrés Nortes Martínez-Artero. Literatura y rock en vena. Y alguna cosa más

martes, 11 de noviembre de 2008

¡Ya!

¡Ya!



Al filo de llegar tarde escribo estas letras torpes, en medio de la desesperación del tiempo que se escapa y que no se parangona con el espacio. Una vez más llego tarde. ¿Y por qué escribir ahora, y no escribir luego, sosegadamente? Bueno, es urgencia del momento, necesidad bibliológica.


(c) El cuentacuentos





Palabras más, palabras menos

Cosas de la tecnología... Un virus estúpido llegó y los cuentos se perdieron en el vacío. Pocas veces las palabras se las ha llevado el viento de un modo más expeditivo. En fin, que ya decían que verba volant, scripta manent y que pájaro en mano y ciento en el disco duro. La próxima vez, en papel.


PD. Adiós, Afelxala; adiós, Simón. Algún día os recuperaré. Hoy por hoy prefiero pensar en una novela que llamaría El complemento directo según Bertholt Brecht.




Esto...

¡Se me había olvidado que tengo un blog!

jueves, 26 de junio de 2008

Disculpas por la ventana emergente

Al fallar mi antiguo contador, busqué otro, con la mala suerte de que crea una estúpida ventana emergente. Tan pronto como pueda, buscaré otro distinto que no haga esto, pero quiero disculparme por algo a mi parecer tan feo. En realidad, no quiero venderos nada ni obtengo ningún beneficio con ello. Es sólo que aprovechándose de una publicidad falsa (contadores gratis) incluyen estos detalles tan feos y esta publicidad tan forzada.



miércoles, 25 de junio de 2008

Para celebrarlo

Para celebrar que vuelvo a escribir, me he regalado otro mini-cuento. Es como acabar una guerra sin armisticios, ni vencedores ni vencidos. Estoy tan contento...

Entonces

Entonces

Cuando llegue el atardecer la luz se pintará de naranja y todo parecerá como en un cuento, y ese será el mejor momento para decírselo. Pero hoy hay luna llena, y podría ser que mirando en el horizonte, desde el río, cómo sale, me sonriera. O a lo mejor el momento perfecto sea a medianoche, cuando no se sabe bien ni qué es cierto ni qué lo es. O tal vez amaneciendo, con los primeros rayos del sol, o quizá a media mañana.



(c) El Cuentacuentos

¡Por fin! (de verdad)

¡Por fin he podido encontrar un par de tardes libres y escribir un pequeño cuento! Estoy como una mecedora vieja, que aunque cómoda, está deteriorada de la falta de uso... Este cuento es muy mejorable, y en realidad no lo considero acabado. En próximos días trataré de hacerle una revisión de estilo. Entended que no quisiera dejarlo perfecto antes de publicarlo, pero es que o lo hacía ya o abandonaba el blog, y creí que merecía la pena reflotar este pequeño cascarón de nuez.

Espero que os guste.



El baño de Minuka

El baño de Minuka

Poco después de que empezara a caer la noche, llegaron.

La tarde había sido bastante fría. Era un día cualquiera de invierno, igual que cualquier otro: en nada se había distinguido esa corta tarde de lucha por la supervivencia, de esfuerzo colectivo y de anhelo de algo más de calor corporal. Por ello, nadie en la tribu habría pensado que eso podía siquiera suceder.

Pero sucedió. Vaya si sucedió.

Minuka andaba pensando en el viento que se le colaba entre las pieles que le vestían. Sólo soñaba con un rápido saludo a su mujer y a sus hijos, que estarían esperándolo para jugar con él y enseguida, corriendo hacia el lago. Un lago de agua caliente era una bendición por la que se seguía agradeciendo a Kourai cada dos meses con un sacrificio de dos venados que luego eran asados en una fiesta para todo el pueblo. Al fin y al cabo, Kourai era un dios muy generoso, y la mejor manera de darle gracias era disfrutar de su generosidad. Por el momento él iba a hacerlo.

Tura estaba esperándolo con la cena hecha. Eso supuso para él un inconveniente, claro. Tura estaba embarazada de su tercer hijo, había que ser agradable con ella. Éste iba a ser un varón, porque en su familia siempre habían alternado un varón y una hembra. Los ancianos los respetaban mucho porque eran el símbolo del equilibrio de Ruhare, la esposa de Kourai, hasta el grado de ponerlos como ejemplo casi siempre. Pero volviendo a Minuka, su problema era que, ahora, cenar, con el pelo mojado de sudor, tras toda una tarde de cargar troncos en el carro de mulos... En ese momento oyó algo. Minuka puso su mano sobre la boca de su mujer, que se quedó expectante, en silencio; por un instante se oyeron las aves chillando en el enorme cielo. Entonces, cuando Torari entró en la cabaña, Minuka se le echó encima derribándolo al suelo. Torari, sorprendido, dio un grito asustado, y luego empezó a reír con su padre, los dos en el suelo. Minuka le dijo a su mujer Tura que se iba con el niño a bañarse al lago. Ella, todo menos estúpida, se resignó con una sonrisa que prometía algún tipo de venganza, tal vez en lo sazonado del plato.

Minuka se empezó a despojar de su ropa en primer lugar. Cuando ya sólo le quedaba una camisa, las botas y un calzón largo por quitarse, desnudó a su hijo, lo metió en el agua y acabó con lo que le faltaba. El agua era una delicia. El lago se encontraba algo apartado del poblado. Los trinos de los pájaros aún podían escucharse.

-Torari, ¿qué has hecho hoy?

-He estado con el tío Guna.

-¿Qué te ha enseñado hoy el tío?

-Me ha dicho que aunque las mujeres sean las que cosen siempre las pieles, hay que estar preparado por si se te rajan los pantalones y los tienes que coser a mitad de una cacería. ¿Tú sabes coser, papá?

-Claro que sé coser, Torari.

-Pero si tú eres cazador, papá... Aru, por ejemplo, no sabe...

-Lo de tu hermana...

-Papá, ¿y sabes pescar también?

-Sí.

-¿Y sabes hacer el pan en el horno?

-¿Tú qué crees?

-¡Sabes hacer un montón de cosas!

-Y, ¿a qué no sabes qué otra cosa sé hacer? Pues también sé descansar en silencio disfrutando de mi baño.

-¿Qué? Ah...

Torari cerró la boca, e imitando a su padre entrecerró los ojos. El agua templada relajaba los cuerpos y dejaba a los hombres, grandes y pequeños, en brazos de la noche. Torari deseó dormirse, y Minuka deseó que Torari estuviera dormido para poseer a su mujer. Cuando su mujer había estado asando ciervo las mejillas se le ponían de un color rojizo delicioso, y su cuerpo estaba caliente y olía tan bien...

Pensó por fin Minuka que era hora de volver. Entreabrió los ojos, y vio pequeñas ondas en el agua, lo cual no le causó ninguna sensación al principio. Torari, los niños que se mueven como rabo de lagarto...

-Papá, ¿te has despertado ya? -le preguntó la voz de Torari, desde detrás de él. Se despertó. Las ondas seguían. Se repetían rítmicamente. Minuka parpadeó. Su mente funcionaba a demasiada poca velocidad.

-¡Torari! ¡Corre! ¡Corre al pueblo! ¡Corre tan rápido como puedas!

-¿Papá?

-¡Corre! ¡Corre, Torari!

Entonces empezó a retumbar algo más que la superfice del lago. Toda la llanura empezó a retumbar. Minuka se ponía los pantalones tan rápido como le era posible, ansiosamente sin perder la mirada del bosque del sur, que cerraba las montañas a la mirada de los hombres.

Una de las patas de los pantalones estaba vuelta. Minuka perdió el equilibrio y cayó de frente. Se volvió. En ese momento vio salir de golpe, del bosque, los caballos negros. Los caballos. Corrían a gran velocidad hacia el pueblo. Los hombres giraban las espadas y las hachas en el aire sin dejar de galopar. Algunos portaban antorchas.

Los caballos iban directos al pueblo. Torari corría en dirección al pueblo. Dos jinetes cambiaron ligeramente su rumbo, saliéndose de la manada. Torari siguió corriendo sin darse la vuelta, oyendo cada vez más cerca el retumbar de los cascos sobre el suelo, los terrones herbáceos que saltaban. Pero ellos corrían más. Un caballo lo derribó, los cascos del otro lo dejaron como la tierra a su paso. Volvieron al grupo. Y Minuka, desde lejos, lloró.

Así llegaron los jinetes.

El pueblo estaba aún menos preparado: Torari al menos había sabido que tenía que haber huido de ellos como de los demonios que eran, aunque no hubiera podido hacerlo

Un grupo de ocho jinetes abrió la expedición. El primero de ellos, antes de llegar a las primeras casas, tiró al suelo con violencia a Muno, que estaba cerrando el cobertizo donde guardaban a los animales. Al caer contra la empalizada se quebró el cuello, pero detalle tan imperceptible no retrajo al segundo jinete para empalarlo a la carga con su lanza de acero, y el joven quedó allí muerto, sin haber podido siquiera gritar.

Quien sí gritó fue su hermana Muia al ver los despojos de su mellizo, con cuyo espíritu los ancianos decían que siempre estaría vinculada. Un bárbaro desmontó, rompió la puerta y la agarró por su melena negra con la mano izquierda. Ella gritaba. Con la mano derecha le clavó una espada corta mellada varias veces en el pecho y en el abdomen para que se callara, hasta que en pocos segundos el cuerpo cayó inerte y sanguinolento. Su madre Munati ya estaba enloquecida de dolor cuando de un tajo oblicuo la asesinaron.

En la calle era todo alboroto y gritería. Los salvajes tiraban las puertas de las casas o las quemaban con sus antorchas. De la casa de Rewika, el anciano, salió una irreconocible brasa viviente envuelta en fuego, como pasó también con la de Panu y Liga. El anciano ardió en la tierra hasta morir. Al curtidor le dispararon dos flechas, en el cuello y en el abdomen, que no bastaron para ahorrarle la agonía de las llamas. Liga chillaba y lloraba con un balde de agua en las manos. Un salvaje debió oírla a través de su yelmo de acero negro, y de un violento golpe de revés con su maza le rompió la sien, tras lo cual cayó su cuerpo al suelo húmedo del rocío nocturno.

Al fondo de la calle, entre las casas de Minuka y Rikue, el paisaje era ligeramente diferente. En un charco de sangre que atragantaba a la tierra y que no podía beber en tan poco tiempo se encontraban los restos de un caballo con media lanza atravesando sus cuartos delanteros. Bajo éste había un incursor con una espada larga, recia y mellada hacia la punta en la mano. Boca abajo, muertos, compartiendo su sangre con la del caballo y con la del salvaje estaban el joven Yiue y su tío Awuto. Yiue era ligeramente obeso, cosa que pocos se explicaban porque en su casa no había muchos animales desde que su padre murió. Awuto lo había cuidado desde niño. Ahora Kourai y Ruhare cuidarían de los dos. Ahora Kourai y Ruhare cuidarían de tantos de ellos...

El salvaje se defendía desde su posición tirando mandobles al aire para que no se le acercaran los vengadores que le rodeaban. Con palos, instrumentos de cocina de barro, le acosaban pero no tenían valor para acercársele, hasta que Kaura le lanzó un pesado cuenco de barro a la cabeza con toda la rabia que la llenaba en esos momentos. Kaura nunca se había dicho a si misma que quería a Yiue hasta que lo vio morir con la cabeza partida en dos, y si antes había sido algo tarde, ahora tal vez ya era muy tarde. El impacto sorprendió al salvaje, que no se lo esperaba y tuvo que protegerse. Obuno, la novia oficial de Yiue, la viuda oficial, y Gotai se lanzaron con un rastrillo y con una piedra de amasar. El salvaje le atravesó el muslo con su espada cuando se acercaba corriendo a aplastarle la cabeza. Ella se la aplastó de todas maneras. Y luego cayó, y se desangró, y fue muriendo en silencio, en medio de todo el griterío.

Se oyó un grito muy agudo en la plaza del poblado. Allí un bárbaro sacaba a rastras, agarrada por su larga cabellera castaña, a la joven Rake. Rikue trató de defenderla atacando al salvaje con un resto de yunque roto. Éste se defendió con su pequeño escudo. Con su espada cortó la pierna izquierda del marido de la muchacha, y desentendiéndose de él tumbó a la chica en la tierra y comenzó a violarla allí mismo. Hacia él se dirigía corriendo, enfervorizado, un hombre con algunas piedras y lajas en las manos. Dos flechas, una cerca de los riñones, otra en el cuello, acabaron con su vida en ese instante: Minuka, el padre de Torari, no había podido conseguir vengarse, Ruhare le consolara en la muerte.

De otra casa más, de la que se veía salir una importante humareda, el techo se desplomó. Adiós, Ari y Yeudaue, para nada os sirvió vuestra sabiduría ni vuestra edad; adiós, Ladati, Kora, Riko y Lani, para qué la ligereza de vuestra tierna edad, ni la obediencia a vuestros mayores.

En la calle decapitaban a Yeko el pescador, rompían los dientes, la nariz y el cráneo de Tura con un guantelete de acero, se ensañaban a hachazos con los despojos del cuerpo de Tera la matrona y Liwa superaba el pavor de niña de ocho años que ve asesinar a todos sus seres queridos y huía para vérselas con las fieras del bosque. En resumen, todo era griterío, carreras, sangre, polvo y aullidos. Al poco, ya no quedaba nadie vivo en el pueblo. Y se habían marchado, dejando sólo cenizas humeantes a su paso.

Pero volvamos un instante antes de esto. Entre el sinsentido de muertes, un salvaje entró en una de las casas. Eran de techo bajo, con hojas cruzadas para evitar que entrara la lluvia, y apenas tenían dos ventanucos para que entrase el aire, además de una puerta. El salvaje tardó en salir, tanto que sin darse cuenta se le habían pasado la masacre y el saqueo. Salió de espaldas, mirando fijamente hacia el interior de la casa.

Otro salvaje que lo vio, le gruñó en su lengua natal algún mensaje sencillo, que este contestó con unos pocos monosílabos. El segundo salvaje entró en la casa. Al poco, salió con una niña de catorce años llamada Aru, que no era otra que la hija de Tura y su primer novio, Onei el hermoso, perdido en el bosque una tarde de cacería y devorado por las fieras. Minuka había sido un buen hombre, y siempre la había tratado como si fuese su propia hija. Lo más curioso de todo, podría decirse, es que no la llevaba agarrada por el cabello, por la ropa o por el sexo, sino que la conducía apenas rozándola por el antebrazo.

El primer salvaje debía estar muy molesto con el segundo, el que sacó a la joven virgen de dentro de la casa, por alguna cuestión relativa a la chica, dado que dio un buen empujón a éste. El segundo, tratando de conciliarse con el primero hizo un gesto de calma, se llevó la mano a una bolsita y mostró algunas joyas al primero, que no cambió su gesto durante unos instantes. El segundo fue a coger más riquezas de la bolsa, pero al primero parecieron molestarle esas ofrendas, porque de un manotazo se lo tiró todo por el suelo. El segundo bruto echó mano a su maza; el primero ya estaba corriendo a coger su lanza, apoyada en un muro a medio derruir. La agarró con prisa, pero la sangre de los hombres muertos, que abundaba en la punta, se había ido deslizando, densa, a lo largo del asta hacia la empuñadura, de modo que cuando fue a asirla se le resbaló de las manos. El segundo bruto llegó apresuradamente por detrás, y de un golpe de su maza le rompió la columna vertebral. Luego lo remató en el suelo.

Había pasado media tarde. Los bárbaros yacían por doquier con sus estómagos llenos de comida robada y sus mentes embotadas por el licor del pueblo saqueado. Sólo algunos de ellos se mantenían en pie, haciendo su guardia. Uno dio una voz imperiosa; dos se acercaron; tres marcharon a inspeccionar el cadáver jiboso; cuatro apuntaron con sus armas al asesino. Los bellos ojos de Aru contemplaban la escena sin moverse de la covacha improvisada que el reo le había fabricado con unas maderas, unas telas y unas piedras poco después de matar a su igual, para ocultarla a los ojos de los demás. En ellos no había odio, ni rencor. No había nada.

No estuvo mucho tiempo sola Aru tras el prendimiento del salvaje. Otro salvaje llegó, éste más grande, más musculado, algo más viejo y notoriamente más rico. El entrechocar de las ajorcas, las pulseras, los brazaletes, los collares, las mallas y todos los polvorientos metales que portaba haciendo ostentación de una posición alfa en la tribu le distinguían de los demás criminales. Miró desde lo alto a Aru. Aru no le devolvió la mirada, pues seguía teniendo la vista perdida en el infinito. A fin de cuentas, hay que decirlo, Aru, además de imposiblemente bella, era autista. Le gruñó en su malsonante lengua, pero Aru no se inmutó. Redujo el volumen de su voz, pero Aru no se inmutó. Merodeó en torno a ella, pero siguió sin prestar la menor atención al líder. Por fin, sin mediar palabra, se marchó de allí.

Volvió a un recodo de lo que la tarde anterior había sido una calleja, donde la proporción de ebrios era algo menor. Allí algunos guerreros habían traído los desechos del primer dueño de Aru; también habían capturado y reducido al segundo dueño de Aru, quien mostraba signos de forcejeo como una brecha en la ceja, un ojo entreabierto sólo y la nariz rota, de la que caía un hilo de sucia sangre rojiza. Estaba, además, desarmado entre sus antiguos camaradas de armas.

El salvaje dorado llegó a él. Musitó algunas palabras, a las que pareció oponerse el segundo dueño. Gritó otras palabras y se marchó descuidado. Algunos salvajes trajeron el cuerpo muerto del primer dueño, desnudaron al segundo y los ataron cara a cara a ambos mientras se reían, algunos, a carcajadas. “Los” llevaron atados por los pies, arrastrando por el suelo, hacia el bosque. El segundo dueño tenía ya el rostro desencajado de terror. Las aves ululaban, el viento acechaba. Sangraban por los roces y las contusiones. El resto de brutos montaron en sus caballos, y lo abandonaron a su suerte entre las alimañas de la espesura.

Regresó, entonces, el tercer dueño. Pero no todos los sedientos de sangre daban muestras de conformidad con su acción. Sólo unos pocos menos de la mitad lo habían acompañado hasta las lindes del bosque, jaleando y aullando. A la vuelta había otros guerreros con las armas empuñadas que enarcaban las cejas, tensaban los brazos, escupían con rabia al suelo y hablaban fuerte e impertinentemente a los que se habían ido. (Entre los exabruptos, no faltaban miradas furtivas a Aru.) Unos a otros empezaban a gritarse. Un salvaje puso su manaza sobre la cara de otro salvaje y lo empujó hacia atrás; el otro desenvainó una daga y sobre su filo se vio el reflejo último de las caras que se crispan antes de abandonarse a los instintos de supervivencia más primarios. Las expresiones se ensombrecían, y, permitiéndose mínimas distracciones, ponderaban cuántos de los demás estaban con cada uno de ellos conforme nuevos metales se frotaban para dejar desnudos los filos de las armas que habían encerrado durante unas horas. Pronto las armas empezaron a sonar, golpeándose unas contra otras, contra armadura, contra cuero, piel o hueso. Los primeros salvajes empezaban a morder las piedras del suelo. Los dos que habían empezado la pugna ya estaban moribundos en el suelo, y contra sus cuerpos agonizantes tropezaban rivales y aliados, cayendo y rematándose unos a otros. Habían acudido de todos los rincones del poblado arrasado, y sin causa aparente seguían matándose unos a otros, los adeptos al tercer dueño y al segundo dueño, o tal vez los que simplemente soñaban con poseer a Aru y los que ya pensaban que la tenían.

Aru entonces, sin atender a las decenas de hombres que sangraban por numerosos cortes, lacerados, desmembrados y destripados por sus camaradas de armas, con los miembros o la cabeza astillados en demasiados fragmentos, se levantó. Había luna llena. Con el griterío y el vandalismo delante de ella, había pensado que no podía ver bien la luna. La horda cada vez gritaba más flojo, con menos convicción o con menos fuerza, según sus venas se vaciaban de sangre y sus cuerpos de vida. Pasó con cuidado de no pisar nada o a nadie y se alejó. Uno de los bárbaros, porfiando contra otro, se detuvo y se quedó mirándola; el otro hizo otro tanto, pero se despertó antes del encanto y acuchilló a su enemigo en la axila derecha primero, luego en el cuello. La sangre, con los gritos, hizo burbujas al salir de la garganta. Disfrutó su momento de victoria, pero enseguida fue consciente de las heridas de sus piernas y su abdomen, y supo que no vería el día siguiente. Sabiéndose muerto, y mirando el enigma de la belleza a la luz de la luna alejarse, no pudo dejar de cuestionarse si había hecho algo mal.



(c) El Cuentacuentos






viernes, 13 de junio de 2008

Por fin

Llegan las vacaciones. Esta semana subiré nuevos relatos, espero.

PS. A 18 de junio puedo afirmar que tengo otro cuento, de contenido más propiamente fantástico, a punto de ver la luz.

domingo, 11 de mayo de 2008

En el cine

¡Tengo tantas ganas de ver la película de Indiana Jones!

jueves, 8 de mayo de 2008

Dos cuentos en el horizonte

Antes de que Pjotr y quién sabe si alguien más desesperen (y por supuesto sabed que os agradezco mucho esa ansia por ver qué se va escribiendo por esta página sin límites), aviso de que no me he dejado los dos cuentos que planteaba escribir aquí lo antes posible: el cuento de la amazona Afelxala, aún sin título, que está tomando su propia dirección pese a mí (y por eso estoy tardando tanto en terminarlo) y un cuento que espero sea una sorpresa, aunque esté dentro de la temática fantástica.

En una semana como máximo subiré uno de los dos.


PS. Gracias a Snake por sus consejos del contador. Al final encontré uno.



miércoles, 9 de abril de 2008

Una recomendación

Para los amantes del cómic, acabo de encontrar una joyita de Internet que espero que os guste. La encontráis pinchando en el título de esta entrada. Tiene más que ver con la ciencia ficción y la fantasía que otra cosa, y además está en inglés, pero merece la pena. Los dibujos son estupendos, y el guión suele despertar cuando menos una sonrisa. Que lo disfrutéis.


Además, si os gusta el dibujante (Philip M. Jackson, que firma como Jollyjack), lo podéis encontrar en www.deviantart.com


martes, 8 de abril de 2008

Del cuento anterior

Cuando prometía unos días antes escribir un relato sobre una amazona, en realidad en la cabeza no tenía este pequeño Deuda que hoy publico, sino un cuento más extenso y trabajado. Sin embargo, pensé en el tremendo encanto de los tópicos incuestionados, la ingenuidad que los acompaña, y me dije: ¿Y por qué no un cuento de una amazona al uso, con su arco, su lanza, sus flechas y su infalible bikini de cuero?

Pero claro, llegó la imaginación y lo estropeó todo...



Espero que os guste, aunque me haya pasado por unas quince (palabras).


Deuda

Deuda

a mi amigo G


La amazona acomodó sus senos en su rústico bikini de cuero, abrió y cerró sus manos para ajustarse mejor los guantes con los que aferrar el arco que silbaba su canción de muerte. Resopló. Esperaba a las demás. El caballo piafaba. Estaba nerviosa. Hoy era el día, la sublevación: por fin le iban a pasar cuentas a su celoso dios, por fin podrían retozar y reír con los hombres.



(c) El Cuentacuentos




jueves, 27 de marzo de 2008

Un nuevo relato breve

Al ver la imagen de portada de la revista Historias asombrosas, pensé enseguida en un cuento sobre una amazona. No lo puedo evitar: aunque no pueda ser recíproco, amo a las amazonas. Y me consta no ser el único...

En breve os contaré el cuento de Afelxala.


Las otras voces. Unas palabras para los enlaces

Antes de que pase más tiempo quiero dedicarle unos momentos a las páginas web y blogs que hay en la columna de la derecha de éste y comentároslas muy rápidamente.


De leyenda es un buen blog en el que se comentan y escriben críticas de obras literarias de ciencia ficción y fantasía. Es muy completa, y Farseer, su autor, parece ser bastante exhaustivo en su revisión de dichos géneros, tanto en novela actual como en obras de otros momentos.


Scifiworld es una página web-blog completísima, una referencia casi obligatoria para los amantes de los géneros mencionados en De leyenda. En ella encontraréis sobre todo las novedades más jugosas a nivel internacional en lo referente a cine, páginas web, sucesos, etc.


Perdido y encontrado es una página web que, con formato de blog, nos hace fantasear como pocas. Entra en una corriente actual de publicación de fotos perdidas principalmente (y también de algunos textos perdidos) que nos despiertan la imaginación como pocas: ¿quién fue ese hombre de la derecha de la foto? ¿Por qué sonríe mirando hacia algo fuera de campo?


Historias asombrosas es una revista online de género fantástico (¡con edición gemela en papel!) que selecciona y publica textos inéditos. Merece la pena por su buena calidad y por su talante abierto.


domingo, 16 de marzo de 2008

Nuevo aspecto, nuevas ideas

Palabras tan autorizadas como las del amigo P... o el amigo G..., a la manera de Kafka, me dicen que el formato del blog no anima mucho a la lectura, con largas tiradas de texto y una letra pequeña en una larga columna... A vosotros mismos me dirijo (y también a cualquier otro lector, claro está) para pediros vuestra impresión sobre unos cambios que he llevado a cabo.

He optado por una plantilla diferente, con el texto en una columna más ancha. El problema que más me preocupa, el de las tiradas de texto, no sé si lo puedo resolver. Sólo una solución se me viene a la cabeza: matar la página sin límites acortando los textos discrecionalmente y sin una necesidad estructural o temática para ello, sólo por la exigencia de una lectura de fragmentos más breves. En el relato extenso de Brynen he optado por distinguir cada capítulo como una entrada. Dividirlo más no sé si sería consecuente, puesto que una ruptura en las formas, más episódicas, menos puntuales, conlleva un cambio en la percepción y la comprensión de los textos. En el caso de los cuentos lo veo aún menos consecuente. dada la poesía del propio genero.


Una vez hecha mi reserva, asiento. Si se lee mejor por fragmentos pequeños, así lo presentaré. Los cuentos los seguiré contando de una sola vez; las novelas, por falta de tiempo, no. Las entradas en el blog las puedo partir por la mitad, o menos. Que cada uno las lea como quiera o pueda. Agradecería que no con la ligereza con la que leemos cualquier texto web pero eso ya no está en mis manos. Al fin y al cabo, siempre hay quien, al contarle un hermoso cuento, se queda dormido. Y eso tampoco tiene por qué ser malo.


jueves, 13 de marzo de 2008

Hemos empezado

Como lo prometido es deuda, publico hoy la primera parte de Las aventuras del joven arquero Brynen. Es un relato que he querido escribir dándome el gustazo de aplicar un poco de ironía al género. La parodia ya la agotó Cervantes, y no soy yo quién para revisarlo, pero la ironía aún nos sirve para reivindicar nuestra libertad ante el arte. (Si es que estas palabrujas lo son, que ya veremos).

Espero que os guste. En ese caso, por favor, ¡escribid un comentario!


Las aventuras del joven arquero Brynen. 1. Brynen en Azalayan

Las aventuras del joven arquero Brynen

0. Prólogo o A manera de presentación

La historia del joven arquero Brynen no es una historia al uso, como tampoco lo es él mismo. Sin una inclinación especial hacia nuestro inexperimentado soldado, y únicamente por el principio moral de que toda historia debe ser contada –y que toda persona o personaje merece tener detrás de sí un narrador mejor o peor que cuente los sucesos que le han acaecido-, nos disponemos a llevar la cabo la presente labor. No nos pasa inadvertido, sin embargo, que no va a faltar quien, efectuando un irónico juego de palabras, piense que cualquier historia no debe sino que puede ser narrada, en cuyo caso estará insultando nuestra honradez y convicciones morales, basadas en las firmes premisas que nos empujan a la ingrata tarea de documentarnos sobre semejante ser, ni malo ni bueno, sino más bien indisoluble de la mediocridad de otros tantos.

Porque no cabe duda (al menos no a nosotros) de que escribir sobre Odiseo, sobre Caupolicán, o sobre Beowulf es más agradecido que hacerlo sobre este gris tipo que es Brynen, y que ni había aportado nada a su tierra ni a ningún otro ser cuando lo descubrimos ni, podemos aventurarnos a avanzar, aportará o habrá aportado nada cuando lo dejemos.



1. Brynen en Azalayan
Al comienzo de los años recorridos por nuestro relato, Brynen vivía en la ciudad portuaria de Azalayan, enclave que semejaba un etéreo –y eterno- momento del otoño más gratuitamente poético: una hoja a punto de caer sin decidirse a hacerlo (¿Caigo? ¿No caigo? ¿Caigo?).
Azalayan, para desgracia suya, no más de ciento cincuenta años antes había visto levantarse a menos de un día de cabalgata otra ciudad (Puerta del Mar) en el fondeadero que recortaban contra el azul dos fuertes brazos de tierra mostrando vanidosos su mínima influencia en el mar infinito (y que podemos entender que casi por esa razón los había ignorado y les había dispensado a ellos, al puerto y a la ciudad de las preceptivas o estadísticas tormentas severas que bien pudieran haberla arrasado al menos dos o tres veces, como sí que había sucedido con Azalayan). Por supuesto, sacerdotes serios, charlatanes apedreados y todo tipo de farsantes habían tratado de sacar partido de esta extraña casualidad natural. Por lo que a nosotros respecta, clara parece que está nuestra posición con respecto a lo explicable y lo que no lo es, pero los pobladores de esta ciudad al parecer no estaban tan seguros.
Era Azalayan una ciudad no muy grande, pero de un tamaño respetable, lo cual significará no más de veinte mil almas. Como suele suceder en estos casos, la iniciativa y el brío de sus habitantes ya no daban para gran cosa: extraño era el día en que sucedía alguna cosa, e incluso la guerra en que se encontraba inmersa la ciudad era algo que, de no haber alterado sustancialmente su situación, ya no preocupaba demasiado a nadie. Los bribones, los pícaros, la soldadesca en descanso, los golfillos, las viudas alegres, los randas, los vendedores de aire y demás innoble tropilla campaba a sus anchas en tanto el motivo de su crimen no fuese muy sonado. A toda esta gente, de procedencias y costumbres ya de por sí variopintas, debería sumarse un inestable e inabarcable conglomerado de foráneos. Estos extranjeros –aunque el mismo concepto de extranjero sonaba un tanto cómico en ciudades como Azalayan- podían ser inmigrantes lejanos en busca de una paga por la que prestar sus brazos, sus armas o su cerebro, esclavos de mucho mundo con la libertad recientemente comprada, bandidos procedentes de cualquier rincón del mapa, expediciones mercantiles, etc. La característica en común de todos ellos, no obstante, era que apenas podían partir de la ciudad, lo hacían.
Azalayan tenía seis barrios bien diferenciados, en algunos casos hasta por medios poco sutiles como muros, canales de agua, guardia privada (en algunos casos milicia) o bien una combinación de los tres. Un barrio muy famoso era el de Blebika, al noroeste. Se trataba de una combinación de calles sinuosas, rejas de puertas de acero ornamentado, paredes de ladrillo de piedra verde y, en general, un ambiente más peligroso que apacible, con finos haces de luz filtrados a través de omnipresentes celosías, todo ello dibujando una larga franja entre las murallas y el centro de la ciudad. Era muy famosa en él la posada de Morfala, cuyo homónimo dueño, el mismo Morfala, escandía algunos de los vinos más miserables, peor criados y de sabor mejor oculto, con especias y azucares variados. En verdad, era tal el ambiente de su posada, llena siempre de gente hambrienta y sedienta, día y noche, de individuos de la más variada ralea, que raro era el momento en que cerraba sus puertas. Si a esto se le sumaba la falta de confianza del hombre para con sus hijos, sus mujeres o sus criados, se entendería por qué se había acabado haciendo proverbial en toda Azalayan la expresión “negro como ojeras de posadero”.En medio de Blebika, como los surcos de los borrachos de la susodicha posada, quedaba una gran zanja en el lugar que dos cambios de gobierno antes había sido un hermoso parque además de un intento de rehabilitación del barrio: al cambiar de manos el poder, habían querido los gobernantes eliminar toda prueba de buenas iniciativas con otra autoría distinta, quedando reducido poco menos que a vertedero de la ciudad. Era este lugar un foco de enfermedad y miseria, donde familias muy desgraciadas robaban y asaltaban a familias solamente desgraciadas, y los mismos blebos (gentilicio del susodicho distrito) trataban de evitarlo ya fuese de noche o de día.



Al sur de Blebika se encontraba Ría roja, un barrio comercial, tranquilo y, faltaría más, separado de la morralla del noroeste. La liga de los Tintoreros y Vendedores del Color (que además, recientemente, habían ingresado en el negocio de las sedas procedentes del sur) proporcionaba a la ciudad importantes cantidades de dinero como para que su gobierno le rindiera a cambio la tranquilidad y seguridad necesarias para sus negocios. Gente seria, la de Ría Roja; gente seria, sus comerciantes; gente muy seria, los matones de gatillo fácil y ballesta cargada que protegían a ambos. En este barrio, además, se había empezado no más de diez generaciones de un tiempo a acá la tradición del Vellón robado, que rememoraba en tono festivo la manera como un habitante de Blebika había robado un madejón de lana virgen y cómo los vecinos se habían organizado para encontrarlo. En ese día los dos barrios se ponían de acuerdo, y uno enviaba a un ladrón y otro enviaba a dos guardias; el ganador se festejaba todo el año. La importancia del evento trascendía el intervalo festivo al entenderse éste como una cuestión de orgullo entre los vecinos de ambos barrios, y de un Día del Vellón al siguiente se contaban más de un centenar de navajazos con sus respectivas disputas comenzadas todas, sin duda, por un desplante vellonero. Pero, de ser sinceros, diremos que todo lo que no funcionaba en Blebika, sin embargo en Ría Roja no encontraba problemas aparentes. En contadas ocasiones fue el suministro de pozos contagiado por apestados, y cuando no pudo esto evitarse, el agua se traía en mulas desde otros arroyos u otras norias; en Blebika, por poner un ejemplo, las mujeres lavaban su ropa en los mismos aljibes donde se bañaban los animales y donde los leprosos curaban sus heridas de noche; la peste se propagaba más veloz que los corceles de los mensajeros; los enfermos y sus familiares reclamaban en desorganizada y tumultuosa procesión a la ciudad (a Azalinay en concreto) una respuesta y ésta… Bien, la joya de Azalayan les enviaba a la Guardia de Afectados, que se llevaba a los enfermos para aliviar rápido su sufrimiento, y, en realidad, tras esto ya no daban más voces. En Ría Roja se encontraba, además, la Lonja de Esclavos, la principal (aunque había otra en Iskednel, de menor importancia) sede del comercio de seres humanos de la ciudad, una hermosa construcción de columnas rematadas por azulejos que explicaban la historia de la ciudad, abierta al aire libre, presidida por un gran estrado de madera donde se hacía compraventa y alquiler de hombres, mujeres e infantes. Una curiosa ley de Azalayan, derogada y desderogada tantas veces impedía a los ex-esclavos comprar a otros esclavos al suponer un instinto de amor fraternal entre ellos ya desaparecido en sociedades civilizadas (se creía que los antiguos esclavos reunirían dinero para comprar la libertad de sus compañeros de infortunio, cuando en realidad apenas había sido así ninguna vez) y por tanto que, al liberarlos, se perdería la potencia laboral del esclavo y con ello la economía de la ciudad se resentiría.

Entre el centro y el sur de la ciudad se hallaba Azalinay, joya de Azalayan y su origen, amparo de la pequeña nobleza de la ciudad. Como este fuera el cogollo de la vida política de Azalayan, sus grandes (bueno, siempre en perspectiva, claro, esto de “grandes”) palacios y en ellos sus afiladas torres se disputaban el dominio del cielo de la ciudad. Y no resulta ésta una afirmación metafórica, pues los seis grandes linajes nobiliarios que se venían alternando en el mando, además de intrigar, espiar, asesinar, mentir, robar, casar, especular, estafar y en resumidas cuentas hacer todo lo posible por dañar a los otros cinco y mejorar ellos mismos su posición en la escala, se disputaban el espacio aéreo de la ciudad con sus pequeños cañones retraíbles, sus reputados cuerpos de ballesteros y de arqueros (aquí es donde entra nuestro joven protagonista) y sus aguilones, quimeras y grifos domesticados, montados por bravos jinetes que no solían llegar a ancianos, pues la ciencia de la domesticación de estas criaturas aún era bastante joven. Sólo una amazona, la capitana Hrolwea, había superado los veinte años de servicio, y eso, en parte, se debía al hecho que su puesto se inclinaba más por la burocracia que por la pura acción, algo que un corazón tan notoriamente ardiente denostaba en cuanto veía la ocasión.
(En los años en que empieza nuestra historia gobernaba Redher Uobami, de la familia Uobami…Ya habrá tiempo de hablar de él más adelantes)




Raqked, el barrio portuario del este, no tenía el aspecto folclórico, bello, peligroso y sucio de Blebika, sino que se trataba más bien de una inestable fusión de nostalgia con olor a salitre y numerosos tipos humanos provenientes de lugares impensados. En él se encontraba una parte de los muelles de la ciudad, custodiados en todo momento por la Guardia. Los armadores también solían contratar sus propios mercenarios, en parte para protegerse de la protección de la milicia, que siempre quería una compensación por su celosa vigilancia. Por ello, en ocasiones surgían conflictos espontáneos entre hombres armados que se saldaban con algún que otro mercenario, soldado o incluso algún marinero o viandante desangrándose de camino a la casa de auxilio más cercana. Era un barrio asomado al mar por detrás de una gran y hermosa, aunque ya decadente, muralla. Hacía mucho tiempo que los piratas habían entendido el interés real de Azalayan y en consecuencia, dado que no hubo en mucho tiempo ataques contra la ciudad provenientes del mar, ninguno de los efímeros gobernadores había gastado las cada vez menores rentas de que disponían una vez apartadas sus ganancias. Por lo demás, era un barrio portuario como cualquier otro: con numerosas prostitutas aquí y allá y numerosas tabernas pequeñas con bebida, comida, conversación, canciones y juego, buenos lugares donde gastar rápidamente el dinero rápidamente conseguido. Las casas, a partir de cierto edicto lejano, se construían de dos pisos de altura solamente, y las paredes y las ventanas estaban uniformemente pintadas de azul las unas y encaladas las otras. Los hombres y mujeres que allí habían nacido quedaban marcados por el mar (y del mar hacían su divisa) hasta tal punto que cuando debían ausentarse de sus viviendas y salir de la ciudad unos días, entristecían pronto de no escuchar el rumor de las olas batiendo contra los rompientes.

Iskednel, al sur de Raqked, era el otro barrio portuario. Tradicionalmente había mantenido con obstinación su fidelidad al clan Yekade, una de las ambiciosas y potentes familias antes mencionadas, por lo cual había sido sucesivamente beneficiado y perjudicado. El trazo regular de sus calles, los pequeños jardines con cuadras particulares y la riqueza de los materiales (mármol veteado de piedra verde en su mayoría) daban cuenta de su poderío económico: en estas hermosas manzanas habitaban principalmente los artesanos con posibilidades de separarse de los que eran como ellos pero tenían menos dinero. Además, aquí se encontraba el pequeño destacamento del ejército que Biloe había impuesto a la ciudad-estado de Azalayan. En realidad, se trataba de una siniestra orden religioso-militar llamada “La lágrima de Nizio”, cuyo fanatismo llegaba al grado nunca visto de que los mandos de dicho tropel mantuvieran la misma vida frugal, dura y nada obsequiosa -de madrugar, orar, trabajar y entrenar día tras día- a que conminaban a la tropa rasa. Por esto, paradójicamente, los habitantes de Iskednel habían ido abandonando la desconfianza inicial que suponía el hecho de tener a unos extranjeros fuertemente armados y acorazados, poseedores de magia más destructiva aún que sus armas tan cerca de sus casas. Parte del mérito de este acercamiento a los civiles iskedos la tenía el Maestre Verkma –Ronfalon Verkma-, un veterano de guerra pequeño, duro como una piedra y con más cicatrices en la cara que abolladuras en su sobria armadura, un hombre de los que aún hablaba claro. Y no lejos del acuartelamiento del maestre Verkma se hallaba el otro gran punto de interés del barrio: el puerto de Iskednel, que se utilizaba principalmente como parada en rutas largas. Por esa razón solía haber casi todos los días un pequeño mercado donde se podía conseguir una pequeña cantidad de productos de todo el mundo conocido.




La periferia era una gran extensión de casas de adobe mal construidas, de chozas que se levantaban y caían a la misma velocidad y animales y niños famélicos por igual, con multitud de miserables mugrientos que pedían una moneda para prorrogar un poco el final de su existencia. Comprendía un buen puñado de chabolas miserables tanto dentro de la muralla como fuera, si bien poco a poco se iba desplazando decididamente hacia el exterior. La mano de obra esclava (o no esclava) de otras tierras se solía hacinar por aquí en espera de “su oportunidad”, si es que la había. Los guardias, además, no solían dejarles cruzar los portones de la ciudad si no era con un pase que contuviera la rúbrica de alguna de las siete familias. Y la falsificación era un delito durísimamente reprendido, pero pese a la frecuencia con que los cuervos picoteaban durante la tarde de los domingos los restos de un ajusticiado, la medida no arredraba a nadie a seguir intentándolo, porque ahí dentro, a unos pasos apenas, se encontraba la ciudad de las oportunidades. Eso decían, al menos.




Epílogo del primer capítulo


No sin una intención precisa hemos descrito toda la ciudad donde se crió el arquero Brynen. Al fin y al cabo, no deja de ser éste el ambiente en que se acaba de dar forma –o, por ser más precisos, en el caso de un hombre casi corriente y moliente como Brynen, más bien de diluirla- a la personalidad del mismo. Azalayan hace a Brynen, luego Brynen es, al menos en parte, Azalayan. He aquí Azalayan; he aquí al joven arquero Brynen.









(C) El Cuentacuentos

lunes, 18 de febrero de 2008

Preguntando por un contador... En realidad, excusándome de nuevo

Parece un poco complicado escribir últimamente, por razones personales, familiares e incluso existenciales. La anciana está soltando sus flemas.
¡Parece que esta sección se está convirtiendo en un arte de la excusa!
Para quien le interese, puedo decirle que hay ocho folios esperando un par de horas libres para retocar detalles. El joven arquero Brynen ya tiene una pequeña patria. Me he divertido bastante escribiéndola.
Por cierto, sólo por vanidad, confieso, ¿alguien me podría indicar un contador de visitas y la manera como utilizarlo? Prometo borrar esta fea entrada en cuanto me proporcionéis una. Muchas gracias.


viernes, 8 de febrero de 2008

Algunas ideas que me rondan la cabeza

Vengo pensando en la posibilidad de escribir con un poco más de asiduidad y, aunque no pueda prometer ninguna frecuencia, sí que puedo, al menos, avanzar esto: estoy trabajando en un relato por entregas, como las historias de D´Artagnan y otros folletines similares. En este caso se va a llamar... Bueno, aún no he pensado en su título, habrá que ver cómo lo llamamos, pero sí es posible que sea algo muy genérico, como "Las aventuras" o "La historia del joven arquero Brynen". Ése es su protagonista. Pronto os dejaré con él.


sábado, 26 de enero de 2008

Viento sin alma

Soy Nihamâ, la Primera, gran hija de Shaereb. Gran hija es el nombre que nos dan a las sacerdotisas de este dios. Lo llamamos dios por una cuestión de costumbre, porque Shaereb es el dios de los vientos, y el viento no tiene sexo, como sí lo tenemos las mujeres y los hombres.

Shaereb no tiene sexo, yo sí. Soy mujer. Una mujer bastante alta, y por qué no decirlo, también bastante hermosa, por lo que puede juzgarse del interés de los hombres. Cuando era pequeña, sin embargo, mis primas me llamaban “patuda”, “arañita”, “monstruo” y otras lindezas. Se reían bastante de mí. Luego, posiblemente en torno a la pubertad, sus amigos empezaron a mirarme con otros ojos, y ellas, por lo que les conviniera, cambiaron su actitud hacia su prima hermana. Yo nunca las perdoné del todo por lo mucho que me habían hecho llorar, más bien les fui devolviendo casi inconscientemente y poco a poco el veneno que me habían inoculado: un niño que empieza a prestar menos atención en sus vecinas que en la prima de éstas, unos jóvenes que preguntan menos por sus novias que por la prima de éstas, un hombre que empieza a prestar menos atención en su mujer que en las eventuales visitas de la prima de ésta, etc.

Soy hermosa, sí, pero esa no es mi primera cualidad. De hecho, no hago demasiado por conservar esa hermosura. Fuera del culto, apenas uso afeite alguno. La belleza, algunas personas tenemos la suerte de poseerla, como un don (y yo no he dado nunca las gracias por mis cabellos rubios ni por mis pechos altos) que no pedimos. Aquello de lo que más orgullosa me siento es de haber querido siempre ser libre. He pensado libre, he actuado libre y cuando en mis diecinueve años me ofrecieron entrar en el culto de Shaereb, lo acepté con libertad. Hoy en día creo ser una mujer libre.

Si me miro al espejo, con casulla o desnuda, veo primero mi piel, que es bastante blanca. Mis manos están por fuerza cuidadas. Mis hombros son ligeros, pero mis brazos son fuertes, y con mis manos hábiles puedo proporcionar las más dulces caricias, aunque también he arrancado la vida con ellas. Mis pechos son altos, mi vientre no es plano, pero es hermoso, un vientre de mujer. Mis caderas no son muy generosas, pero podría haber parido hijos sanos. Mis pómulos son altos, y mi sonrisa es sincera, aunque a decir verdad hace tiempo que no sonrío. Mis dientes son blancos como los de ninguna mujer. No soy hermosa sólo. Soy muy hermosa. Las otras Grandes Hijas me aborrecen. El pueblo me ama. Soy Nihamâ, la Primera, la favorita de Shaereb. Y no soy feliz.

Cuántas corrientes sueltas, en este templo. Somos mujeres, y también hay hombres. El templo está lleno de espíritus -en ocasiones debo establecer contacto con ellos- pero además están los fieles que acuden cada mañana, o cada anochecer, a los oficios. Cuántas corrientes…

No se me irá nunca este constipado. Mi garganta, cada vez peor. Pero es que no puedo echarme en cama una semana, porque cuando salga el templo seguirá semi-descubierto, con sus bóvedas abiertas en las que entran los pájaros y el viento hace remolinos de tierra, cuando no otras cosas… En invierno llueve dentro del templo, el agua lo empapaba todo y las paredes se impregnaban del verdor del musgo hasta que diseñamos un desagüe por el que se libraba el agua. Así lo quiere Shaereb; las flemas me volverán a ahogar. Ayer tuve que acabar el oficio antes, no pude hacer el Soplo de la Brisa porque si me llegan a atravesar los espíritus y a levantarme en peso medio desnuda sólo con su fuerza, la garganta se me rompe y no puedo volver a hablar en una semana. Sacerdotes de otros cultos lo tendrán mejor, un altar y listo, pero a veces, ser los elegidos del Dios de los Aires no es nada agradable.

Después de cada oficio tengo que pedirlo. A Shaereb no le gusta, no hace nada por nosotras, es normal, pues es un dios, y los dioses no piensan en sus fieles, ni siquiera en los privilegiados, aquellos que han dedicado su vida a ellos y que se supone ellos han distinguido entre los demás. A veces se ha enfadado por pedirle una ayuda, y ha reventado las contraventanas de una corriente súbita. Ya sólo me preparo las infusiones que me han dado los druidas, porque en ocasiones me acuerdo de ellos en los oficios y no me preocupo de más. Pero en invierno es duro, las corrientes son malas, el frío es atroz, y vestir así… Cuantas corrientes, Shaereb. ¡Apiádate de nosotros que te adoramos cada día!

-¡Unuo, Unuo! –vocea airada Nihamâ. El sacristán prosigue afanoso su camino, con la cabeza gacha y terca. Es un hombre mayor, casi un anciano de ralo cabello blanco, mirada acuosa y mandíbula saliente-. Unuo –le llama-. ¡Unuo!

-Aquí estoy.

-Unuo, se lo tengo dicho: la bóveda… ¿Dónde está Salin? –. Nihamâ otea nerviosa en una dirección, luego en otra: ni rastro de Salin. Unuo está impaciente, se apresta para escapar, pero Nihamâ lo conoce y no lo va a liberar tan pronto, ni tampoco tan fácilmente-. Unuo, por favor Unuo…- Unuo no baja la cabeza porque nunca la ha levantado. No suele mirar frontalmente a Nihamâ, y los ojos altivos de ella tampoco invitan a confraternizar.

-La vamos a limpiar pronto, Gran Hija.

-“Pronto” fue exactamente la palabra que usó el mes pasado cuando le pregunté también por la bóveda. Si no sirve para este trabajo… ¡Salin! ¡Venga también aquí, que tiene que explicarme algunas cosas!

Salin es algo más joven que Unuo, tal vez tenga unos diez años menos. Es corpulento y fuerte como dos, diligente y disciplinado como algo menos de uno. Su cabello negro está rizado, los capilares se entrevén en sus mejillas, tiene algo de brutal, aunque asume con mansedumbre las quejas que proseguirán a la llamada.

-Gran Hija, ¿qué quie…?

-La bóveda abierta está sin limpiar desde hace un mes. Los pájaros de toda la comarca han debido anidar allí. Estará todo lleno de nidos y de porquería.

-Las aves son animales sagrados de Shaereb, ¿no?

Salin ha bebido. Aún no es mediodía. Nihamâ espera unos segundos hasta que su mirada abate a la de su rival.-Coge tus cosas y márchate del templo –le contesta, por fin.

-Gran Hija, yo… Ha sido una tontería. Se me ha subido el vino a la cabeza, no he sido yo. Le suplico… Mi mujer y mis tres hijos… Subiré a limpiarlo ahora y no bajaré hasta que esté todo decente.

Las cinchas de las botas me hacen daño. Nunca sabré por qué debo calzar esas botas bajo las enaguas de mi Falda de Bendiciones, siendo tan incómodas como son. ¿Por qué las runas deben estar inscritas hacia dentro, y no hacia afuera? Ni siquiera calientan, son unas estúpidas botas “vacías”, apenas un borceguí abierto con cintas que se cruzan hasta los muslos. Los susurros dicen que el viento debe envolver mi cuerpo en cada momento. Y los escribas interpretan que en cada parte de mi cuerpo debe haber runas en contacto con mi piel. ¿Y no se les habrá ocurrido que a lo mejor podía oficiar desnuda? ¡Ja! Estaría bien, un oficio desnuda, como me trajo mi madre al mundo, con las ventanas abiertas y el viento cubriéndome entera, eso es a lo que yo llamaría “que el viento envuelva mi piel”. Ahí veríamos si es dios o diosa, ja, ja, ja. Desnuda sólo con estas botas. Así la gente podría ver qué se gasta en los templos, ja, ja, ja.

En mis brazos y en mi vientre también hay otras cinchas de runas y abalorios sagrados, todos ellos inscritos con runas. Las runas están hechas de plata, y mi piel no se irrita en contacto con ellas. Hace años, al poco del primer Soplido, recuerdo que el material para las que no teníamos un cargo muy alto no era plata, precisamente. Si bien Viento no ama a Tierra en demasía, la plata es el metal de Shaereb. Pero hay que ser Gran Hija o al menos Hija para ver de cerca la plata. Ahora estoy llena de joyas sagradas, en mi cabeza una tiara, en mi frente una diadema, en mis orejas pendientes, sobre mi clavícula… ¿Dónde más? Atravesando mi pezón izquierdo, en mis brazos, ¿dónde más? En mis antebrazos, en mis dedos, en mis tobillos…

Y sigo montada en estas botas de bárbara enjoyada…

Un día en la vida de una Gran Hija no comienza demasiado pronto por mucho que las gentes así lo crean. Los monjes sí son madrugadores, antes del alba incluso ya están realizando sus ofrendas de primera mañana. Una Gran Hija se despierta con la luz del sol, sea la hora que sea, en invierno algo después, en verano algo antes. Las Grandes Hijas no tienen hogar como tal, no se nos permite tener una casa, y debemos mudarnos libremente de un lugar a otro. En los escasos escritos del culto hay como media docena de famosas Grandes Hijas vagabundas, que difundían los Susurros de acá para allá, con absoluta libertad. Pero eso debió de ser hace muchos años, porque hoy todas nos conocemos, y en realidad, lo que se dice movernos tampoco nos movemos mucho, no. Resulta complicado llevarse todas las pertenencias como un caracol, así es que dejamos algo en cada casa para que nos resulte agradable verla cada vez que volvemos. Unas y otras Hijas, además, nos conocemos, y entre nosotras hay roces como los hay entre los vientos –al menos en eso cumplimos- y de nuestras disputas se ha dado cuenta en la ciudad. Cuando dos Hijas se enfadan, la discusión no acaba con unas voces y unas bofetadas. La gente cierra las ventanas, los hombres salen corriendo a lugar seguro; ha llegado a haber heridos. Al fin y al cabo, aunque hablemos con Shaereb de tanto en tanto, somos humanas, y no nos gusta ver los jarrones sin flores, los libros santos apoyados sobre las páginas o las togas sacralizadas manchadas de barro o tiradas por los suelos.

Las Hijas nos levantamos y oramos. No en exceso. Igual da que salgamos afuera o nos quedemos en las casas. Las edificaciones son un pretexto, una mera excusa, aunque la curia las tenga muy en cuenta. Nuestra oración es bastante libre, puede ser breve o extensa, y apenas si tiene unos pocos formalismos. Los fieles comunes, e incluso los iniciados, hablan solos en su mente, pero, a las Hijas, Shaereb nos responde. Nosotras percibimos que el viento se torna agresivo ante un pensamiento profano, podemos resistir las temperaturas y los elementos por su gracia, y el carisma que nos ha concedido nos permite infundir el arrojo y la valentía en el corazón de los que creen en él y en nosotras.

Pero orar no es lo único. También debemos poner nuestra atención en otros aspectos más mundanos como el mantenimiento del templo, la pintura de las paredes, el pago a los maestros cristaleros y herreros -cuando el templo es muy pequeño y no tiene un monje que se haga cargo de todo ello- después de los Oficios, o las relaciones con la curia y los altos cargos del culto. Suele tratarse de paseos, audiencias, comidas o visitas de carácter institucional. En ellas, los altos funcionarios del Culto nos piden información cuyos monjes escribas, siempre a su lado, encapuchados y silenciosos, van plasmando en sus pergaminos. Para nosotras suele ser complicado, porque muchas de las veces que hablamos con Shaereb o canalizamos su poder resultan ser experiencias místicas que no siempre podemos definir con palabras. En verdad, Shaereb se nos manifiesta sólo a nosotras, y en el culto ya ha habido herejías de negación de la autoridad a los Sabios.

Además, nos preocupamos por nuestra congregación. No debemos, en caso alguno, olvidarnos de nuestros fieles. Cada una de nosotras recuerda el nombre y las vidas de cada uno de ellos. El Culto quiere organizarse con carácter familiar, pero Shaereb nos pide que hablemos con cada uno de nuestros creyentes como si fuera un individuo único e irrepetible, no un mero miembro de un clan. De hecho, Shaereb no suele hacer acto de presencia en un salón cerrado lleno de ancianos, pero si uno de éstos se asoma al balcón de su casa, le recompensa con una suave brisa llena de vida.

Hoy, aunque aún no lo sepas, me harás el amor, Dikbo, como en jamás antes me lo has hecho. Hoy vas a hacer que la tierra y el cielo se fundan en el abrazo más fuerte que se ha visto nunca, o que se ha visto siempre pero que no se ha expresado con palabras: el abrazo de los amantes que juntos alcanzan el placer de verdad. Esta noche, tú y yo seremos el cielo y la tierra, yo seré tu cielo y tú mi tierra, te voy a hacer volar mientras tu cuerpo firme me ata para siempre a ti. Te amo y te voy a hacer perder la razón como mujer alguna ha conseguido jamás, porque eres mi alegría y mi ilusión, mi amor, mi deseo,

Dikbo, mi cuerpo se va a posar en tus manos sin peso alguno. Me vas a despojar de mis vestiduras sagradas. El sagrado frío que las rodea morderá tus dedos mientras me alivias de ellas y me devuelves el calor que me hurtan, pero tú podrás aguantarlo como un hombre. Me desnudarás sin prisa alguna, pues aunque la noche no sea tan larga como le rogamos cada vez que tú y yo nos abrazamos, tendremos dos días enteros para amarnos. Primero retirarás los atributos sagrados de la sacerdotisa, como si lentamente fueras desbrozando la hojarasca de la flor, y la flor que entre tus manos aparecerá será la mujer.

Texto del edicto del Alto Pontificado de la Catedral Magna de Bredneí del día 15/21/1325 a. D. I. Comunicación expedida a las Grandes Hijas del Culto de Shaereb procedente del Cónclave nº 54 realizado en Bredneí al mismo día arriba expreso.

“Recientes investigaciones de los Sabios que leen los augurios de los vientos han profundizado en el Conocer Antiguo del Culto, anterior tal vez al descubrimiento del Tiempo, pues afirmamos que el viento ha existido antes de todo, y después de todo seguirá existiendo, porque el viento es cambio y el cambio es inevitable.

Los Sabios han leído en el viajar de los Pájaros Santos la necesidad de introducir un cambio importante en el Culto. Dado que en el Culto se ha seguido siempre con grande humildad el principio de Cambio Eterno de Shaereb, pensamos que sus Hijas deben ser ejemplares en esta cuestión, y dedicar la totalidad de su tiempo a tratar de comprender los Cambios en el Viento. Para esto, cualquier distracción deberá ser evitada en la medida de lo posible. Y aquello que el Viento quiere es aquello que el Viento puede, porque el Viento lima las fuertes montañas de Shabanya, y seca las aguas de Mudnaybe, y cambia los días de Pradna por las noches de Orthini.

Las Grandes Hijas pueden hacer posible lo imposible. Por ello los Sabios en su infinito recuerdo de los giros del viento establecen que las Grandes Hijas deben mantener su virginidad sin excepción. Es indiferente si por circunstancias de sus vidas la han perdido en momentos anteriores de las mismas, puesto que Shaereb todo lo muda. Un hombre en su vida sólo servirá para distraerlas de su sagrada labor. Más aún, las puede indisponer para la correcta dispensa de los dones divinos, lo cual resultaría en la pérdida del favor de Viento y en el abandono de la comunidad a la iracunda voluntad de Shabanya, de Mudnaybe y de Protalon, los Grandes Errados de las Tierras, Aguas y Fuegos innobles.

Teniendo además en cuenta que la materia del viento es siempre cambiante y nunca fija, ninguno de los funcionarios del culto podrá objetar nada a este Edicto aquí presentado, de cuya recepción ya hemos tenido noticia. No se podrá replicar esta orden general de carácter muy urgente.

No puedo dejar de pensar en ti, Dikbo, ni un solo momento. No quería empezar mi diario con otro que contigo, porque eres el único que me entiende, que en tu silencio me hace abocarme en ti como un pequeño afluente en un gran río. Yo soy la gran mujer a la que los fieles admiran, a la que las mujeres envidian y los hombres anhelan, en quien las niñas se quisieran convertir. Yo vuelo a una palabra de mis labios, pero sólo entre tus brazos siento lo que es volar de verdad; y atraigo o expulso las tormentas con un gesto de mis brazos, pero tú… Tu mirada es la tormenta, tu ceño fruncido es la desolación en mí, y tus ojos marrones, el otoño que medita en tu interior.

Si pienso en ti, las palabras se me escabullen entre las ideas, que saltan como las chispas dentro del fuego, sin orden ni concierto. Yo no debería aspirar al Orden, porque contraviene a Shaereb, pero lo deseo, lo deseo de corazón, en mi vida necesito un poco de orden, y con orden voy a hablar de ti en este primer cuaderno que ya compartimos.

Eres alto. Eres delgado, pero fuerte. Tus hombros y tus brazos marcan sus curvas por debajo de tus jubones cuando me visitas en verano. En tu cabeza no hay demasiados cabellos: tantas veces hemos bromeado sobre eso, sobre la familiar lucha perdida contra la calvicie. Sin embargo tus ojos son marrones y limpios, y tu sonrisa es ancha. Tus labios son gruesos. Los besos con los que rellenas mis dudas dan fe de ello. Tus labios y tus altos pómulos hacen de ti un hombre con aspecto orgulloso, fuerte, y tus ojos no hacen sino alternativamente encender y amansar mi voluntad, tal es el grado de enajenación al que me llevas. Sin embargo, te quiero porque no me haces tuya, sino que me invitas a que, mientras yo lo desee, lo sea. Te quiero porque cuando no me voy a hacer daño me dejas caer en lugar de salvarme con tus brazos. Esos nervudos y fuertes brazos que me ciñen la espalda de verdad, no como los corsés de la Liturgia

Soy estúpida escribiendo así, no debería decir nada de esto, ni sobre todo expresarlo de esta manera. No está bien. Por esta noche voy a parar.

El Antiguo Culto de Shaereb exhibe en sus dogmas que no todos los oficios deben ser iguales. Cada uno debe realizarse de manera prescriptiva pero siempre introducen un factor de aleatoriedad, diferencia, cambio. Shaereb se indigna si cada oficio resulta igual que el anterior, aunque se trate de oficios con la misma función. Una de las funciones del cargo de Gran Hija es precisamente ése: ser original, creativa, buscar maneras de celebrar la fe en Viento.

El oficio de hace tres semanas ha sido especialmente recordado, razón por la cual se me pide que lo registre en la Crónica de la Ciudad. La gente ha gozado con su celebración, y la habilidad de la Gran Hija y su buen hacer ha corrido de boca en boca, de manera que los siguientes tres oficios, por desgracia, han sido sendas decepciones de los peregrinos que han acudido desde los pueblos y ciudades cercanos (y no tan cercanos, hay que decir). Dicen que a esa sacerdotisa pronto la expulsarán del culto, o que la mandarán a otro lugar, porque los fieles están dejando de acudir a la iglesia, aunque posiblemente también tenga que ver la alta curia con su destitución. No se sabe aún qué pasará. Lo que sí sabemos es lo que ha pasado, lo que sucedió ése mediodía.

Haciendo un sumario muy breve podríamos decir que lo que ocurrió dentro del templo tuvo las siguientes partes:

En primer lugar, no hubo antífonas ni alabanzas iniciales. No se empezó con un canto sino con una lectura, pero la Lectura no era una Lectura Sagrada, sino una Lectura de un texto propio de la sacerdotisa que en aquel tiempo oficiaba, una tal Nihamâ, la Primera. Dicen que fue un texto muy hermoso. Al principio la gente se escandalizó en gran medida porque el texto era personal, algo así como una carta de amor a un hombre, o algo parecido. Yo estaba fuera del templo –normalmente no entro hasta la segunda mitad- pero cuando empecé a oír el revuelo enseguida entré. Me crucé con un hombre muy ruborizado, a punto de estallar. Luego lo identifiqué como el hombre del que la Gran Hija estaba hablando. El hombre se marcharía bien furioso, pero la verdad es que a mí me habría gustado que una mujer así hablara de mí con palabras tan dulces. En público no, claro está, pero bueno, bonito sí que era, y sensual. ¡Bendito Viento, si era sensual! El que escribe afirma que muchos de los hombres y de las mujeres apretaron la mano, el brazo o el muslo de su pareja. Muchos se miraron a los ojos como hacía años que no lo hacían, y otros empezaron su historia en común en este preciso momento.

Shaereb, perdóname si no te está agradando lo que por ti hago, pero en mi corazón siento que sí, que a ti no puede estar dejando de gustarte este oficio. ¡Shaereb, Shaereb, dame fuerzas!

En segundo lugar, hubo música. No eran las flautas de siempre: de hecho, no había ninguna flauta ni ningún oboe, no había instrumentos de viento. Sólo había tambores y panderos de diferentes formas, tamaños y sonidos. Nihamâ había invitado a algunos hombres de la meseta, de los que salen con sus animales durante semanas y vuelven a sus poblados de cercos de madera y niños que saben usar una honda y una espada antes de los diez años. Había unos diez músicos, ocho hombres y una mujer, todos relativamente jóvenes, de menos de 30 años, altos y fuertes, con cuerpos musculados de trabajar y pelear por la propia vida, untados en óleos y, sobre estos, pigmentos de color naranja-rojizo y negro formando líneas y volutas. Aparte del calzado y un taparrabos, no vestían nada más salvo algún abalorio personal (collares, pulseras, etc.). Los bárbaros también creen en Shaereb, a su manera, y yo tengo la sospecha de que la sacerdotisa los trajo para hacernos ver de qué manera la civilización y la vida urbana han envejecido a un culto que teniendo al dios que tiene como objeto de culto nadie sabe cómo se ha acomodado y se ha vuelto conformista. Bueno, nadie… Al parecer ella sí lo ha visto. Muchos fieles han salido espantados del templo, mientras que otros se han entusiasmado y espontáneamente han comenzado a jalear y a corear los cantos casi primitivos de los salvajes.

Para la Liturgia, con un par de músicos de fondo, una niña salió a leer un texto. Le dio un vistazo y miró al público. La gente empezó a callarse mientras una bárbara rubia, con su pandereta, comenzaba un baile extraño, muy sensual, de movimientos largos y lentos, luego rápido, frenético, de nuevo lento, acompañado siempre por los ritmos que ella misma iba marcando. Entonces la sacerdotisa, apenas musitando unas palabras, hizo que la niña empezara a levitar. Sus cabellos flotaban, y ella misma se reía, hasta que se recompuso para empezar a leer su texto. Texto que, como toda la ciudad recuerda, no era un texto sagrado, sino una especie de canto de alabanza al pueblo que trabaja, que ama y que apenas cree, o que si lo hace, lo hacen con humildad; en esa lectura la niña -que por momentos hemos pensado no sabía qué leía y por momentos, por su entonación y énfasis, hemos estado convencidos de que entendía a la perfección el texto- fue desgranando con toda la gama de sentimientos a su alcance, todo el odio posible hacia los conformistas, los mansos, los ingenuos, los dóciles, los doblegados al poder. La pequeña empezó a llamar a la Revolución a cada uno de los presentes. Incluso algunos de los presentes, por su nombre y apellidos, con sentido del humor, contestaron. Marakel el herrero repuso que su yunque estaba listo para aplicarle el mazo a los adocenados, que empezaría con su mujer y los comodones de sus hijos, aunque el martillo dentro de su casa lo tenía ella… Ghorthalon el bufón le replicó a Nihamâ que ya que hablaba de cambiar y cambiar, por qué no compraba una pequeña tierra, la cultivaba junto a un hombre al que dejara meterle la mano por los refajos. La gente se rió pero sólo tras un pequeño, si bien tenso, silencio que coincidió además con el retorno al templo del hombre que había salido disparado al principio.

A continuación se representó por tres actores un momento de la vida de Shaereb. Hacía mucho tiempo que no se representaba la vida de Shaereb en el templo, puesto que los Sabios desaconsejaban que se perdiese el espíritu etéreo de Viento en pos de un “acercamiento de los secretos del culto a los villanos”. Pero Nihamâ estaba decidida a todo. Había contratado a unos actores extranjeros, y en una pequeña representación, Shaereb fue alternativamente una mujer de unos cincuenta años, un niño pelirrojo travieso, un anciano ciego y una hermosa joven bárbara, la misma que había bailado para todos. Lo que sucedía en la obra era extraño y posiblemente nadie lo entendió muy bien, porque los actores, a la mínima volaban, aparecía una pequeña tormenta desde dentro del templo o el viento arrojaba una lluvia imposible (e interior) a la cara de los espectadores, que asombrados hacían palmas y reían. Nihamâ se concentraba para dominar todos los vientos del templo. Rukelnâ, la Gran Hija que a veces se instala cerca de la casa de Sayipilay, vecino de la residencia del que escribe, le ha dicho a una familiar (la cuñada de éste) que eso fue una imprudencia, puesto que el poder de Shaereb podía habernos hecho pedazos a todos al convocar una tormenta dentro del templo.

El resto de la ceremonia ha estado a una altura similar. Los fieles salieron con los ojos abiertos, deseando una vida espectacular y pura, al menos tanto como el oficio del que habían sido testigos y partícipes. La milicia de la ciudad estaba a la salida. El Capitán de la Guardia Pretoriana entró directamente, con su brillante coraza dorada y sus armas colgando del cinto, hacia la sacristía. Algunos dicen que intentó agarrar del brazo y sacar a tirones a la Primera, pero aquí ya entran las habladurías y se inmiscuye la mentira y la imaginación popular, motivo por el cual nuestro informe concluirá aquí.

Shareb existe. Yo sé fehacientemente que existe y que no se trata únicamente de un fenómeno natural climático. Al haber hablado con él, haber viajado a planos místicos de la existencia desde un plano de la consciencia sereno, sin haber consumido plantas alucinógenas, ni drogas, ni alucinaciones, sin experiencias extremas sino sólo con la calma de la meditación, no tengo ninguna duda real de su existencia. Si esto es así, mi pregunta es, ¿cómo puedo estar perdiendo la fe?

Sabemos que la fe es la confianza en la existencia de lo que no se puede demostrar de manera objetiva. Yo me he levantado por los aires y he volado, y las gentes lo han visto. He salido al campo en comitiva, de mis ojos y de mis manos han brotado los rayos y he alejado las tormentas que habrían destrozado el grano que nos daría de comer la estación siguiente. Cuando ha sido necesario, me he puesto la Coraza de Ritos y he salido a la guerra con los reinos vecinos, a apoyar a nuestros soldados con la fuerza de los vientos. Todos lo han visto, pero yo ya no creo. ¿Se puede no creer en el sol que está amaneciendo sobre el horizonte? Tal vez sea lo que a mí me sucede, que mis ojos han soportado tanto tiempo este brillo que ya sólo deseo descansar la mirada, entornarlos, volver a la penumbra ignorante, descansar, posarme como una mota de polvo hasta el final del tiempo. Si se puede creer en la fidelidad de un amante ausente, ¿cómo no se podrá creer en al agua que se bebe o en los paños que se tocan con el dorso de la mano? ¿Tal vez porque otras creencias se imponen sobre las viejas, porque cambiamos una prenda por otra, ya que no podemos vestir ambas a la vez? Quisiera creer que no somos así de simples, pero mi fatiga me lo impide. No tengo más de 28 años, y hablo ya como una anciana haría, mirando atrás con pena por lo que pronto va a dejar de suceder. Las dudas, dicen, son un nuevo comenzar: que así sea, mientras tanto.



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