Blog literario idiota de Andrés Nortes Martínez-Artero. Literatura y rock en vena. Y alguna cosa más

jueves, 13 de marzo de 2008

Las aventuras del joven arquero Brynen. 1. Brynen en Azalayan

Las aventuras del joven arquero Brynen

0. Prólogo o A manera de presentación

La historia del joven arquero Brynen no es una historia al uso, como tampoco lo es él mismo. Sin una inclinación especial hacia nuestro inexperimentado soldado, y únicamente por el principio moral de que toda historia debe ser contada –y que toda persona o personaje merece tener detrás de sí un narrador mejor o peor que cuente los sucesos que le han acaecido-, nos disponemos a llevar la cabo la presente labor. No nos pasa inadvertido, sin embargo, que no va a faltar quien, efectuando un irónico juego de palabras, piense que cualquier historia no debe sino que puede ser narrada, en cuyo caso estará insultando nuestra honradez y convicciones morales, basadas en las firmes premisas que nos empujan a la ingrata tarea de documentarnos sobre semejante ser, ni malo ni bueno, sino más bien indisoluble de la mediocridad de otros tantos.

Porque no cabe duda (al menos no a nosotros) de que escribir sobre Odiseo, sobre Caupolicán, o sobre Beowulf es más agradecido que hacerlo sobre este gris tipo que es Brynen, y que ni había aportado nada a su tierra ni a ningún otro ser cuando lo descubrimos ni, podemos aventurarnos a avanzar, aportará o habrá aportado nada cuando lo dejemos.



1. Brynen en Azalayan
Al comienzo de los años recorridos por nuestro relato, Brynen vivía en la ciudad portuaria de Azalayan, enclave que semejaba un etéreo –y eterno- momento del otoño más gratuitamente poético: una hoja a punto de caer sin decidirse a hacerlo (¿Caigo? ¿No caigo? ¿Caigo?).
Azalayan, para desgracia suya, no más de ciento cincuenta años antes había visto levantarse a menos de un día de cabalgata otra ciudad (Puerta del Mar) en el fondeadero que recortaban contra el azul dos fuertes brazos de tierra mostrando vanidosos su mínima influencia en el mar infinito (y que podemos entender que casi por esa razón los había ignorado y les había dispensado a ellos, al puerto y a la ciudad de las preceptivas o estadísticas tormentas severas que bien pudieran haberla arrasado al menos dos o tres veces, como sí que había sucedido con Azalayan). Por supuesto, sacerdotes serios, charlatanes apedreados y todo tipo de farsantes habían tratado de sacar partido de esta extraña casualidad natural. Por lo que a nosotros respecta, clara parece que está nuestra posición con respecto a lo explicable y lo que no lo es, pero los pobladores de esta ciudad al parecer no estaban tan seguros.
Era Azalayan una ciudad no muy grande, pero de un tamaño respetable, lo cual significará no más de veinte mil almas. Como suele suceder en estos casos, la iniciativa y el brío de sus habitantes ya no daban para gran cosa: extraño era el día en que sucedía alguna cosa, e incluso la guerra en que se encontraba inmersa la ciudad era algo que, de no haber alterado sustancialmente su situación, ya no preocupaba demasiado a nadie. Los bribones, los pícaros, la soldadesca en descanso, los golfillos, las viudas alegres, los randas, los vendedores de aire y demás innoble tropilla campaba a sus anchas en tanto el motivo de su crimen no fuese muy sonado. A toda esta gente, de procedencias y costumbres ya de por sí variopintas, debería sumarse un inestable e inabarcable conglomerado de foráneos. Estos extranjeros –aunque el mismo concepto de extranjero sonaba un tanto cómico en ciudades como Azalayan- podían ser inmigrantes lejanos en busca de una paga por la que prestar sus brazos, sus armas o su cerebro, esclavos de mucho mundo con la libertad recientemente comprada, bandidos procedentes de cualquier rincón del mapa, expediciones mercantiles, etc. La característica en común de todos ellos, no obstante, era que apenas podían partir de la ciudad, lo hacían.
Azalayan tenía seis barrios bien diferenciados, en algunos casos hasta por medios poco sutiles como muros, canales de agua, guardia privada (en algunos casos milicia) o bien una combinación de los tres. Un barrio muy famoso era el de Blebika, al noroeste. Se trataba de una combinación de calles sinuosas, rejas de puertas de acero ornamentado, paredes de ladrillo de piedra verde y, en general, un ambiente más peligroso que apacible, con finos haces de luz filtrados a través de omnipresentes celosías, todo ello dibujando una larga franja entre las murallas y el centro de la ciudad. Era muy famosa en él la posada de Morfala, cuyo homónimo dueño, el mismo Morfala, escandía algunos de los vinos más miserables, peor criados y de sabor mejor oculto, con especias y azucares variados. En verdad, era tal el ambiente de su posada, llena siempre de gente hambrienta y sedienta, día y noche, de individuos de la más variada ralea, que raro era el momento en que cerraba sus puertas. Si a esto se le sumaba la falta de confianza del hombre para con sus hijos, sus mujeres o sus criados, se entendería por qué se había acabado haciendo proverbial en toda Azalayan la expresión “negro como ojeras de posadero”.En medio de Blebika, como los surcos de los borrachos de la susodicha posada, quedaba una gran zanja en el lugar que dos cambios de gobierno antes había sido un hermoso parque además de un intento de rehabilitación del barrio: al cambiar de manos el poder, habían querido los gobernantes eliminar toda prueba de buenas iniciativas con otra autoría distinta, quedando reducido poco menos que a vertedero de la ciudad. Era este lugar un foco de enfermedad y miseria, donde familias muy desgraciadas robaban y asaltaban a familias solamente desgraciadas, y los mismos blebos (gentilicio del susodicho distrito) trataban de evitarlo ya fuese de noche o de día.



Al sur de Blebika se encontraba Ría roja, un barrio comercial, tranquilo y, faltaría más, separado de la morralla del noroeste. La liga de los Tintoreros y Vendedores del Color (que además, recientemente, habían ingresado en el negocio de las sedas procedentes del sur) proporcionaba a la ciudad importantes cantidades de dinero como para que su gobierno le rindiera a cambio la tranquilidad y seguridad necesarias para sus negocios. Gente seria, la de Ría Roja; gente seria, sus comerciantes; gente muy seria, los matones de gatillo fácil y ballesta cargada que protegían a ambos. En este barrio, además, se había empezado no más de diez generaciones de un tiempo a acá la tradición del Vellón robado, que rememoraba en tono festivo la manera como un habitante de Blebika había robado un madejón de lana virgen y cómo los vecinos se habían organizado para encontrarlo. En ese día los dos barrios se ponían de acuerdo, y uno enviaba a un ladrón y otro enviaba a dos guardias; el ganador se festejaba todo el año. La importancia del evento trascendía el intervalo festivo al entenderse éste como una cuestión de orgullo entre los vecinos de ambos barrios, y de un Día del Vellón al siguiente se contaban más de un centenar de navajazos con sus respectivas disputas comenzadas todas, sin duda, por un desplante vellonero. Pero, de ser sinceros, diremos que todo lo que no funcionaba en Blebika, sin embargo en Ría Roja no encontraba problemas aparentes. En contadas ocasiones fue el suministro de pozos contagiado por apestados, y cuando no pudo esto evitarse, el agua se traía en mulas desde otros arroyos u otras norias; en Blebika, por poner un ejemplo, las mujeres lavaban su ropa en los mismos aljibes donde se bañaban los animales y donde los leprosos curaban sus heridas de noche; la peste se propagaba más veloz que los corceles de los mensajeros; los enfermos y sus familiares reclamaban en desorganizada y tumultuosa procesión a la ciudad (a Azalinay en concreto) una respuesta y ésta… Bien, la joya de Azalayan les enviaba a la Guardia de Afectados, que se llevaba a los enfermos para aliviar rápido su sufrimiento, y, en realidad, tras esto ya no daban más voces. En Ría Roja se encontraba, además, la Lonja de Esclavos, la principal (aunque había otra en Iskednel, de menor importancia) sede del comercio de seres humanos de la ciudad, una hermosa construcción de columnas rematadas por azulejos que explicaban la historia de la ciudad, abierta al aire libre, presidida por un gran estrado de madera donde se hacía compraventa y alquiler de hombres, mujeres e infantes. Una curiosa ley de Azalayan, derogada y desderogada tantas veces impedía a los ex-esclavos comprar a otros esclavos al suponer un instinto de amor fraternal entre ellos ya desaparecido en sociedades civilizadas (se creía que los antiguos esclavos reunirían dinero para comprar la libertad de sus compañeros de infortunio, cuando en realidad apenas había sido así ninguna vez) y por tanto que, al liberarlos, se perdería la potencia laboral del esclavo y con ello la economía de la ciudad se resentiría.

Entre el centro y el sur de la ciudad se hallaba Azalinay, joya de Azalayan y su origen, amparo de la pequeña nobleza de la ciudad. Como este fuera el cogollo de la vida política de Azalayan, sus grandes (bueno, siempre en perspectiva, claro, esto de “grandes”) palacios y en ellos sus afiladas torres se disputaban el dominio del cielo de la ciudad. Y no resulta ésta una afirmación metafórica, pues los seis grandes linajes nobiliarios que se venían alternando en el mando, además de intrigar, espiar, asesinar, mentir, robar, casar, especular, estafar y en resumidas cuentas hacer todo lo posible por dañar a los otros cinco y mejorar ellos mismos su posición en la escala, se disputaban el espacio aéreo de la ciudad con sus pequeños cañones retraíbles, sus reputados cuerpos de ballesteros y de arqueros (aquí es donde entra nuestro joven protagonista) y sus aguilones, quimeras y grifos domesticados, montados por bravos jinetes que no solían llegar a ancianos, pues la ciencia de la domesticación de estas criaturas aún era bastante joven. Sólo una amazona, la capitana Hrolwea, había superado los veinte años de servicio, y eso, en parte, se debía al hecho que su puesto se inclinaba más por la burocracia que por la pura acción, algo que un corazón tan notoriamente ardiente denostaba en cuanto veía la ocasión.
(En los años en que empieza nuestra historia gobernaba Redher Uobami, de la familia Uobami…Ya habrá tiempo de hablar de él más adelantes)




Raqked, el barrio portuario del este, no tenía el aspecto folclórico, bello, peligroso y sucio de Blebika, sino que se trataba más bien de una inestable fusión de nostalgia con olor a salitre y numerosos tipos humanos provenientes de lugares impensados. En él se encontraba una parte de los muelles de la ciudad, custodiados en todo momento por la Guardia. Los armadores también solían contratar sus propios mercenarios, en parte para protegerse de la protección de la milicia, que siempre quería una compensación por su celosa vigilancia. Por ello, en ocasiones surgían conflictos espontáneos entre hombres armados que se saldaban con algún que otro mercenario, soldado o incluso algún marinero o viandante desangrándose de camino a la casa de auxilio más cercana. Era un barrio asomado al mar por detrás de una gran y hermosa, aunque ya decadente, muralla. Hacía mucho tiempo que los piratas habían entendido el interés real de Azalayan y en consecuencia, dado que no hubo en mucho tiempo ataques contra la ciudad provenientes del mar, ninguno de los efímeros gobernadores había gastado las cada vez menores rentas de que disponían una vez apartadas sus ganancias. Por lo demás, era un barrio portuario como cualquier otro: con numerosas prostitutas aquí y allá y numerosas tabernas pequeñas con bebida, comida, conversación, canciones y juego, buenos lugares donde gastar rápidamente el dinero rápidamente conseguido. Las casas, a partir de cierto edicto lejano, se construían de dos pisos de altura solamente, y las paredes y las ventanas estaban uniformemente pintadas de azul las unas y encaladas las otras. Los hombres y mujeres que allí habían nacido quedaban marcados por el mar (y del mar hacían su divisa) hasta tal punto que cuando debían ausentarse de sus viviendas y salir de la ciudad unos días, entristecían pronto de no escuchar el rumor de las olas batiendo contra los rompientes.

Iskednel, al sur de Raqked, era el otro barrio portuario. Tradicionalmente había mantenido con obstinación su fidelidad al clan Yekade, una de las ambiciosas y potentes familias antes mencionadas, por lo cual había sido sucesivamente beneficiado y perjudicado. El trazo regular de sus calles, los pequeños jardines con cuadras particulares y la riqueza de los materiales (mármol veteado de piedra verde en su mayoría) daban cuenta de su poderío económico: en estas hermosas manzanas habitaban principalmente los artesanos con posibilidades de separarse de los que eran como ellos pero tenían menos dinero. Además, aquí se encontraba el pequeño destacamento del ejército que Biloe había impuesto a la ciudad-estado de Azalayan. En realidad, se trataba de una siniestra orden religioso-militar llamada “La lágrima de Nizio”, cuyo fanatismo llegaba al grado nunca visto de que los mandos de dicho tropel mantuvieran la misma vida frugal, dura y nada obsequiosa -de madrugar, orar, trabajar y entrenar día tras día- a que conminaban a la tropa rasa. Por esto, paradójicamente, los habitantes de Iskednel habían ido abandonando la desconfianza inicial que suponía el hecho de tener a unos extranjeros fuertemente armados y acorazados, poseedores de magia más destructiva aún que sus armas tan cerca de sus casas. Parte del mérito de este acercamiento a los civiles iskedos la tenía el Maestre Verkma –Ronfalon Verkma-, un veterano de guerra pequeño, duro como una piedra y con más cicatrices en la cara que abolladuras en su sobria armadura, un hombre de los que aún hablaba claro. Y no lejos del acuartelamiento del maestre Verkma se hallaba el otro gran punto de interés del barrio: el puerto de Iskednel, que se utilizaba principalmente como parada en rutas largas. Por esa razón solía haber casi todos los días un pequeño mercado donde se podía conseguir una pequeña cantidad de productos de todo el mundo conocido.




La periferia era una gran extensión de casas de adobe mal construidas, de chozas que se levantaban y caían a la misma velocidad y animales y niños famélicos por igual, con multitud de miserables mugrientos que pedían una moneda para prorrogar un poco el final de su existencia. Comprendía un buen puñado de chabolas miserables tanto dentro de la muralla como fuera, si bien poco a poco se iba desplazando decididamente hacia el exterior. La mano de obra esclava (o no esclava) de otras tierras se solía hacinar por aquí en espera de “su oportunidad”, si es que la había. Los guardias, además, no solían dejarles cruzar los portones de la ciudad si no era con un pase que contuviera la rúbrica de alguna de las siete familias. Y la falsificación era un delito durísimamente reprendido, pero pese a la frecuencia con que los cuervos picoteaban durante la tarde de los domingos los restos de un ajusticiado, la medida no arredraba a nadie a seguir intentándolo, porque ahí dentro, a unos pasos apenas, se encontraba la ciudad de las oportunidades. Eso decían, al menos.




Epílogo del primer capítulo


No sin una intención precisa hemos descrito toda la ciudad donde se crió el arquero Brynen. Al fin y al cabo, no deja de ser éste el ambiente en que se acaba de dar forma –o, por ser más precisos, en el caso de un hombre casi corriente y moliente como Brynen, más bien de diluirla- a la personalidad del mismo. Azalayan hace a Brynen, luego Brynen es, al menos en parte, Azalayan. He aquí Azalayan; he aquí al joven arquero Brynen.









(C) El Cuentacuentos

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