Redacto estas líneas justo unos minutos después de acabar la última línea de esta novela-ensayo que muy lejanamente me recuerda a la concepción de Unamuno de la novela: novela para transportar ideas, novela-excusa.
Debo confesar que comencé la lectura de esta novela como un pequeño juego literario. Habiendo leído el nombre de Grossman en unj suplemento literario, sus reseñadores me debieron de persuadir de su lectura, así es que un día, con la realidad-excusa de regalárselo a un familiar, lo compré.
(Dejo para otro día las historias de las devoluciones de préstamos de biblioteca, y en honor a Grossman y a la historia y literatura rusas, a esa entrada la llamaré Crimen y castigo; lo anoto aquí para no olvidarlo.)
El pequeño juego literario pasaba por que una querida compañera del trabajo me había prestado la novela Todo se desmorona, de Chinua Achebe, novela espléndida que pronto reseñaré por aquí, y el contraste con el título de este otro libro estaba claro. Pero mi ingenua torpeza se frustró cuando crucé la página veinte del libro, el capítulo tercero. A esa altura la novela comenzaba a volverse macabra y no sé por qué enseguida tuve la intuición de que ese viento espiritual dostoievskiano e incluso tolstoiano se negaba a regresar. La novela no iba a acabar bien. Para colmo, a treinta páginas de acabar la de Achebe, el desmoronamiento aún no ha llegado: ¿alguien ha confundido títulos? ¡Que me devuelvan mi dinero!
Imagen tomada de la web de Antonio Campillo en la Universidad de Murcia
Es imposible que Todo fluye acabe bien por una razón: Todo fluye es la novela de la dictadura soviética, y me explico, porque en esa frase está condensado todo, y todo es mucho. La novela de Vasili Grossman contiene una mínima excusa de ficción, hermosa y consistente (el regreso de un hombre encarcelado en un gulag, después de treinta años de trabajos forzados), su reintegración en la sociedad y sus meditaciones sobre la historia rusa, sus líderes Lenin y Stalin y el carácter nacional ruso. Desde ese punto de vista, nos encontramos con distintas partes narradas desde distintas perspectivas, como puede ser el comienzo (un viaje en tren, con un protagonista al que no conocemos inserto en una masa que mantiene relaciones internas efímeras), el segundo capítulo (narrado desde la perspectiva del intelectual delator Andréyevich), los capítulos narrados o focalizados en el protagonista, Iván Grigórievich, y unos poquitos narrados por la mujer de la que crepuscularmente se enamora, Anna Serguéyevna.
Hay una pequeña ficción realista, pero desde la mitad del libro nos encontramos con largos capítulos que consisten en las reflexiones de Grigórievich sobre la historia rusa de la primera mitad del siglo XX: la revolución y la dictadura del proletariado. Por ello, la verdad es que dudaría de considerar este libro un libro de ficción pura; más bien pienso que su naturaleza es un poco intergenérica: algo de ensayo y algo de novela. En algunos capítulos hay más de lo uno y en otros más de lo otro, aunque en general, cuando la novela se asienta y cobra su auténtica intensidad, se ha convertido en ensayo. ¡Pero no de manera irreversible! Las demoledoras reflexiones de Grigórievich se apoyan en brevísimas -e intensas- líneas sobre lo que le sucede -puesto que no es un hombre muerto ni acabado-, que no diré aquí porque yo siempre he defendido a capa y espada que contar los sucesos avanzados de un libro es ser un idiota integral.
El tema principal de la novela es la reflexión sobre la libertad y su ausencia, para lo cual su autor realiza recorridos macrohistóricos (la historia de Rusia), intrahistóricos (la pequeña vida de las pequeñas personas rusas de antes y después), la suprahistoria rusa (el carácter nacional), la biografía crítica de los líderes rusos (de Lenin y de Stalin; mención especial merece la biografía de Lenin y el análisis de su personalidad disociado del de sus actos).
La traducción al comienzo cuesta un poco. Pero según se progresa en la lectura de la novela, parece que es coherente, de donde los rasgos de estilo que puedan resultar un poco chocantes tal vez se deban al propio escritor ruso. Lo que más me ha llamado la atención a mí ha sido la presencia de pequeñas oraciones-resumen a cada poco tiempo. Me imagino a Grossman arrojando su pensamiento y descansando en pequeños escalones como las piedras por donde se vadea un río; y esas piedras serían las frases en que Grossman guarda su pensamiento antes del siguiente salto, como los descansos de un trapecista cansado. (Cabe decir, además, que éstas tienen un enorme poder persuasivo, porque balizan el discurso lógico de Grossman).
De los personajes, sobre todo, destaco a Andréyevich. Muchos son menos soporte ideológico que ficción, pero la redondez de este personaje secundario es deliciosa; y la de su burguesa mujer, igual.
En fin, una novela dura. Muy crítica con el comunismo, al que no concede ningún valor (o ninguno que yo haya leído). Mi opinión, personal, claro, es que Grossman obvia algunos logros de la dictadura comunista (no voy a maquillarla llamándola sobriamente "estado"), que está claro que fue cruel e inhumana y que sustituyó la tiranía de unos por la de otros, pero (y está claro que lo que diré no compensa a lo anterior, ni a los gulags, ni a las deportaciones ni a los exterminios) también propuso algunos avances sociales que podrían destacarse. Para mí, independientemente de todo, ha sido una buena lectura.