Parezco un abuelete cuando empiezo a contar historias relacionadas con mis libros y mis lecturas (debo confesar que -sólo o ya- tengo treinta y cuatro años, pronto treinta y cinco), la primera de las cuales es el uso reiterativo de la primera persona, el yo que no me abandona. También debo confesar que no es una filantropía pura lo que me mueve a emplear unas pocas horas de mi vida en glosar libros y escribir inanes intentonas literarias, sino que, antes bien, lo que persigo no es otra cosa que intentar saber algo más de mí mismo. ¿Y por qué lo hago público entonces? Bueno, esa es una gran pregunta que me hice la primera vez que leí a Espronceda y se me ocurrió pensar que era un exhibicionista. ¿Por qué no escribe sólo para él? A día de hoy no tengo una clara respuesta a esta pregunta, pero sí que sé por qué y para qué escribo estas palabrillas mudables: para tratar de conocerme un poco mejor a mi mismo. Es la misma razón por la que leo: para, conociendo a otros, reales o no, tratar de conocerme mejor a mi mismo. Egoísmo puro.
Quien más quiero me regaló Los infinitos pocos días después de que la detuviera en una librería y le insistiera en lo muchísimo que prometía el planteamiento de esa novela. Y es que éste es, en su artificiosidad descarada, totalmente brillante: una familia altoburguesa, británica, de patriarca moribundo -intelectual en coma-, que se reúne en las últimas horas de éste. Nada nuevo, salvo que dicha novela está narrada ni más ni menos que por Hermes. ¿Cómo? Sí, por Hermes. Los dioses griegos. Zeus rijoso, Hera madraza, Helena -humana, ya- irresistible, Pan enloquecedor y Hermes engañoso, como buen narrador.
¿Dioses en medio de un conflicto humano? ¿Alguien dijo Shakespeare? Sí, la novela tiene algunos momentos dignos de Sueño de una noche de verano, y por momentos alcanza muy buen sentido del humor. Necesita que se conzcan las referencias, está claro. Es una novela que encuentra su lugar en el panteón literario, quiero decir, que encaja espléndidamente bien en la tradición por sus guiños, sus citas, su estructura y sus contenidos e ideas.
Los personajes de esta novela son magníficos, los que tienen voz y los que no la tienen; e incluso aquellos cuyo estatuto de "realidad de ficción" es más que dudosa. En la novela dudamos de si Zeus existe, pero (hablando de abueletes) no deja de ser un personaje impresionante, una Dulcinea de primer orden. Hermes es maravilloso: se trata de un narrador que observa y comenta, con voz pausada y muy reflexiva, a los de abajo.
El título de la novela proviene de las ideas físicas de la multiplicidad de universos (y con ella, las relaciones a su vez infinitas que surgen entre la infinitud de infinitos) que en una vida anterior a su colapso cerebral ha tratado de demostrar el gran patriarca familiar Adam Godley, un hombre inteligente y sensible pero excesivamente pragmático -tanto que considera inútil aprender el nombre de las personas, existiendo pronombres. Éste sabio Adam Godley, como es lógico, tiene una progenie que no está a su altura: una hija -¿cuyo nombre, Petra, también está en clave religioso-trascendente?- mentalmente desquiciada y un hijo sensible pero pacífico, sin mordiente, Adam Jr., una segunda mujer a la que queriendo en exceso ha anulado, una primera mujer cuyo recuerdo no desaparece, una nuera, Helen, a la que desea como un Zeus a sus hijastras mortales, etc. Adam Godley es un personaje extraordinario, y su acceso a la voz narradora es un hallazgo que tardamos unas pocas páginas en disfrutar.
Cada personaje posee su propia historia, hasta el perro Rex. Cada reflexión sobre cada personaje trata de desentrañar el imposible problema de qué o quiénes somos. Como Godley, la búsqueda arrogante y el encuentro con la suma pequeñez, el hecho de que no somos más que contingencia, impregna toda la novela. Los dioses mismos se consideran ridículos. Esa búsqueda nunca hallará final, pero el mero intento es lo que al parecer nos confiere nuestra grande y a la vez -una vez más- ridícula humanidad, como la de Adam siendo subvencionado.
Posiblemente es uno de los libros más hermosos que he leído en el último año. Es una delicia como pocos libros he leído, y en él me he reencontrado con el placer de la traducción. A veces, al leer un libro que se atranca en las palabras, uno no sabe si el traductor es un patán, si el escritor es un inútil o si ambos se están dando un festín con los indignos veinticinco euros que a uno -o a sus seres queridos- le han sacado por esas trescientas paginas-. Pero cuando lees una maravilla como la que hoy reseño, uno no sabe si el maestro Banville es un genio -que parece que sí-, si el maestro Gómez Ibáñez es un genio -Benito Gómez Ibañez, quiero citar su nombre entero- o si ambos están tomándose una copa por esa maravilla que entre ambos han pergeñado y que a día de hoy ya está viajando de mis amigos a mis familiares y viceversa.
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