Sosteniendo un vilano entre los dedos, se preguntaba con osadía cuánto tiempo podría contener la respiración la existencia, cuánto el universo retener su furia bárbara, su movimiento sin fin, su big bang y su contracción gravitatoria eternas, veloces como los latidos del corazón de una musaraña antes de que algo tan estúpido como un soplo de viento arrasara con algo tan necesario como una pequeña semilla con voluntad de ave. En ese lugar, sin que ninguna otra circunstancia física denotara el cambio, el levante estaba detenido. Totalmente. Las cartas climáticas negaban este hecho.
Estaba sentada sobre una piedra. El solar semiderruido llevaba más de quince años sin desescombrar, y podría decirse que, para casi todo el mundo –excepto, quizá, para la consciencia narrativa-, siempre había sido así. La misma Ana así lo creía. De vez en cuando alguna pequeña lagartija asomaba por entre los rodales de tierra y malas hierbas o se mantenía estática y fugaz sobre las calvas de baldosa que aún no alcanzaba a recuperar la naturaleza de las garras de los hombres. Los hombres y las mujeres. Miraba el vilano con una expresión difícilmente interpretable. ¿Tal vez miedo, tal vez nostalgia? Desgraciadamente para el lector, el rostro de Ana no era demasiado expresivo, y hasta que no se tome una decisión al respecto, no se sabrá si esa mirada a través del fútil diente de león correspondía a un acceso de nostalgia, a una pulsión de ira o a un lapso de incertidumbre y silencia mental. De niña sus amigas y ella pensaban que el ideal de belleza -y el canon ontológico- era el de las fotomodelos de las revistas, con la triste falta de perspicacia de todas ellas de no caer en ningún momento en la pluralidad de retos diarios dentro y fuera del trabajo a que se debía enfrentar una maniquí. Razón por la cual durante años habían estado todas ellas recibiendo suspensos, afrontando hemorroides y aguantando relegaciones sin descomponer en lo más mínimo su segura sonrisa. Como un vilano ante el viento. (Sobraba el auxilio quizás, pero en este primer ejercicio retórico-narrativo no se escatimará ayuda al lector en forma de metáforas-baliza.)
Hoy Ana no sonreía. Mediaban muchos años entre aquellos estúpidos y revalorizados momentos y el presente. Ana era una mujer adulta de cincuenta y dos años. Trabajaba en una tienda –mejor dicho, poseía una tienda- de zapatos en los aledaños del centro de Valencia. Allí, desde la entrada de los primeros clientes y sobre todo clientas hasta los instantes inmediatamente posteriores al cruce de la puerta de salida con timbre automatizado por células fotoeléctricas, recuperaba su ancestral mueca. Pero ni un minuto más. Se consideraba ecuánime (si, “ecuánime”: un día de noviembre leyó esta palabra en una revista, la buscó en un diccionario, le sorprendió la belleza de su cadencia, tuvo un goce estético imposible de comunicar nunca a nadie al reparar en la ecuanimidad de la letra e al comienzo y al final de la palabra que ganaba por varios cuerpos al placer procurado por muchas comidas y algunos orgasmos) y no vejaba a nadie por la misma razón por la que no se sentía impelida a sonreír a nadie. Así habían transcurrido muchos años de su vida en el ciclo de vender sandalias, vender zapatos, vender botas, vender zapatos, vender sandalias, vender zapatos, vender botas, vender zapatos (y así ad lib., lector: el ciclo había comenzado un jueves doce de noviembre de mil novecientos ochenta y uno, luego vendiendo botas, y entendiendo que el cuento se redacta a domingo veintiocho de agosto de dos mil once, faltaría solamente una estación para cumplir las veinte primaveras, veinte veranos, veinte otoños y veinte inviernos, es decir, treinta y nueve vender zapatos, veinte vender sandalias y veinte vender botas). Tal vez por eso, viendo entrar y salir a personas anónimas que buscaban en su tienda lo sublime para pisarlo, dejó de sonreír.
Pisó la lagartija con el pesado tacón de su zapato, y ésta perdió su rabo. Como pagada de su acción, la cual no juzgaremos como ejercicio de contención política, sonrió fugazmente, tanto que apenas el sol, que todo lo sabe, de media tarde tuvo noticia de ella. Alguien voceó desde la carretera cercana. Pronto, su rostro recuperó la expresión incalificable.
Y en ese preciso momento, sopló el viento, y se llevó consigo los centenares de pelos plumosos del vilano. (Igual que el universo las vidas, igual que los hombre las alegrías.)
No pensó Ana que podía haberse acercado al mirador (¿había un mirador? ¿En qué momento se ha descrito? ¿Es la cercanía de una caída, o del mar, lo que motiva los vientos?); no lo pensó, pero podría haberse narrado que sí, porque, en efecto, tras una breve contracción de los músculos de su espalda y una tensión vertical de toda ella tal un arco recién disparado, hiperbólicamente como un pintoresco suricato, sin aviso previo tensa y destensa, se levantó de su asiento para moverse y marcharse. Mañana había que trabajar.
Epílogo y Actividades. Si se ha entendido la metáfora de la lagartija, aváncese a Lección#3.12. En caso contrario, repítase el ejercicio.
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