¡Mentira!
Tropezó; cayó, en el barro. Trató angustiada de escapar del charco pero ya fue tarde; la mujer se le había abalanzado encima, le estiraba del cabello hacia atrás y el cuchillo de su mano le deshojaba ya la piel de la garganta.
-Nnnnnnnno… me mates –rogó, en voz baja, apenas un susurro, humillada, a cuatro patas, temblando, tenso el cuello como una caña a punto de quebrarse, llorando sin ruido, lavando con lágrimas el fango en su rostro.
-No te mataré –respondió, tras un poco, la otra, la mujer joven que, a horcajadas la sostenía agarrándola por el pelo.
Al rato se levantó; al rato de no sentir a la asesina cabalgando su espalda madura, poco ágil ya, se incorporó. Seguía lloviendo el cielo entero, como había hecho durante toda aquella noche de verano. Por entre los árboles y los matorrales, en muecas y poses indignas a su recuerdo, yacían desparramados los cuerpos de todos los hombres de la escolta, sus ballestas, espadas, cascos. La carroza estaba volcada, los caballos habían huido. Estaba sola con su asesina. -¿Y ahora –se preguntaba- qué va a pasar?
-No te mataré –repitió-. Un extraño brillo, muy lejano, atravesó sus ojos negros. El acero de la hoja se separó del cuello de la presa lo suficiente como para no seguir haciéndola sangrar. El corte era sólo superficial. Mirándolo, parecía que el metal fuera tan negro como la noche.
Tras el silencio, debía hablar ella. Tenía que darse la vuelta y arrostrar a la muerte. Pero siguió postrada. Intuyó que la mujer que la atacó podía estar tan dotada para el amor como para el horror. Desechó ese pensamiento por otro más práctico. ¿Por qué no matarla? Se vio vieja e indefensa, estúpida, débil, ajada, incapaz de salir viva del bosque por sus propios medios. Empezó a angustiarse. Se giró para mirarla. La joven no apartaba la vista, y nunca parpadeaba. Así, lo entendió todo, el sadismo que había en no matarla: los osos la devorarían, o los lobos, o los bandidos que se ocultaban en el monte, o una mera pulmonía podría terminar el cometido. Era un cometido…
-Te pagaré –resolvió, atropelladamente-. No sé… No sé cuánto te paguen ellos, pero yo te pagaré mucho más, lo que tu quieras, yo tengo una de las fortunas más grandes de la ciudad, te voy a pagar lo que me pidas, lo que tú quieras, te lo ruego, te pagaré, te lo daré todo, pero no me dejes aquí sola, no me puedes dejar sola, no, yo te lo ruego, por favor, por favor…
Y de esta manera la mujer adulta (en realidad, Mâr Zezÿa, viuda heredera del Hermano Mayor y Gran Maestre del Oficio y Gremio de Mercaderes de la Tintura) tomó a Büsedz la asesina a su cargo. Resultó… ¿Cómo decirlo? ¿Extraño? Sí. A las gentes les resultó muy extraño, a todos. De cualquier manera Büsedz necesitó su adaptación al medio en que se desenvolvería su futura vida. El reloj de los primeros días empezó su andadura con la llegada oculta de la desconocida y del mismo intento de asesinato. Se había pagado a sicarios, la guardia asesinada había sido enterrada sin lápidas en medio del bosque, y el fastuoso carro, despedazado y ofuscado con ramas y tierra. Comenzó a marcar las horas cuando la joven puso su pie de seda en la enorme mansión de la Casa Zezÿa. Pronto cambió sus vestidos y hábitos y también pronto empezó a cambiar sus ideas e incluso tal vez su ser. Cambio era la palabra que no podía dejar de repetirse asombrada Mâr Zezÿa al ver la metamorfosis de la joven. Sin embargo, ésta, en un principio, se sintió como animal enjaulado en el palacio de la viuda, quien, no se sabe realmente por qué razón – miedo, precaución, las hipótesis son muy variadas-, o con qué fin, quiso enseguida contratarla permanentemente, manteniéndola bajo su tutela. A lo cual asintió. Para ella hacía los cometidos sucios que su cargo político requería, no demasiado diferentes de aquél cuyo objeto había sido ella y que las había hecho conocerse, y su eficacia siempre fue absoluta, independientemente de cuál fuese el encargo o de lo oscura que fuera su índole. Luego, no mucho tiempo después, había empezado a quedarse más tiempo en casa: le fue proporcionada una educación social que la joven absorbió como tierra yerta –su preceptor sólo se preguntaba por la seriedad de la muchacha, tan distinta de las personas de su sexo, edad y condición que había conocido- y cuando estuvo dispuesta, fue presentada en sociedad como una sobrina lejana de la viuda, que recientemente había quedado huérfana, y tantas veces había tenido que soportar cómo pretendientes estúpidos e impertinentes -que no valían nada, que no sabían luchar, ni pensar, ni navegar, que pudiendo nunca habían escrito más que sus ejercicios escolares- bromeaban sobre ella o sobre su fingida situación social, sin poder romperles la nariz y la clavícula en dos movimientos, o matarles con sus propias espadas, que ya prefería olvidarlos. Y además, estaba el servicio, y su intromisión, su deseo de saber y su vicio de murmurar. Las lenguas fueron cortadas por la amenaza hacia las respectivas familias, y así los muros se hicieron más y más densos. En verdad, al poco, y todos lo sabían, quien verdaderamente gobernaba era Büsedz, que como último bastión había acabado conquistando el lecho de la viuda. Ésta había perdido incontables años sin recibir afecto alguno; se trataba sólo de una mujer mayor, pronto una anciana, que vio cómo la presencia desconcertante de la joven de largo cabello negro, como la noche, revolvía el aire cada vez que -al principio sin verla franquear puerta alguna, después demorándose en su llegada- coincidían en su alcoba. Cuando Büsedz empezó a aumentar la frecuencia con que acudía a sus aposentos, fuera para dar cuenta de trabajos, fuera para hacerlos sobre tratos con nobles de la ciudad, pronto empezó a tratarla de un modo más cercano, haciéndola sentarse en un diván, deslizando alguna pregunta personal, atreviéndose a alguna broma, a algún roce… Extrañamente no fue ella sino Büsedz quien se lanzó al encuentro, quien de improviso la abrazó y la besó, la estrechó entre sus brazos fuertes y la besó sin cerrar los ojos. Quien la hizo transportarse hasta sus irrecuperables dieciséis años, al día de su primera fuga con su prima Dyl –y posteriores-, en que se habían amado locamente. Esas impagables semanas en que habían desafiado a la sociedad, al orden, a sus familias, con su amor homosexual intolerable, habían pasado con la juventud para no retornar nunca más, ahuyentados por el peso de un deber, una rutina, un matrimonio sucio, concitado por otros. Pero ahora, ¡con Büsedz volvían! Una vez más la primavera afloraba los tallos verdes, y la adusta y apolillada Mâr Zezÿa, un tiempo joven, volvía a reír y a mirarlo todo con alegría e impaciencia, queriendo el aquí y el ahora de cada cosa sin excepción, a pesar de los muchos lastres y cadenas que la anclaban a su vida presente y que no se iban a disipar. ¡Tantas veces la había sorprendido tras unas cortinas escondida Büsedz con unas cosquillas, un pequeño forcejeo, unas risas, unos silencios, respiraciones alteradas, besos, caricias…!
¡Tantas veces…! O, mejor dicho, tan pocas, ya que nada de esto sucedió jamás. Tan pronto como la mujer relajó los hombros ante su promesa, Büsedz, con el puñal aún en la mano, abrió su garganta de un rápido movimiento, se levantó de encima de ella y se internó por la espesura del bosque. En un único vistazo atrás, advirtió a la mujer agonizando en postura fetal sobre el lodo. Entonces, se fue.
(c) El Cuentacuentos