Blog literario idiota de Andrés Nortes Martínez-Artero. Literatura y rock en vena. Y alguna cosa más

viernes, 25 de diciembre de 2009

Sissilye

Sissilye



Desgraciadamente, descubrirás la verdad demasiado tarde. Es extraño que no sospechases nada antes, cuando todo aparecía ante ti de otra manera bien diferente. La lluvia seguirá cayendo toda la noche, racheada caprichosamente por ese viento que ha estado agitando nuestra torre sin cesar. Nosotros no estaremos aquí para cuando la mañana despierte un nuevo día, diferente tal vez, igual con toda seguridad. La lluvia, la mañana, el viento, la noche, nos trascenderán, sin lugar a dudas. Pero ante todo, por favor, pon un poco de luz sobre nosotros, y no sólo metafóricamente: acércate al interruptor manual y acciónalo, recuerda que aún tienes dedos, manos, brazos. Si toda la torre se nos debe caer encima mejor será que podamos ver la cara a nuestra misma muerte: la lucidez y la verdad existen, de verdad. Es sólo que suelen estar en departamentos de cuya existencia nos declaramos ignorantes.

La verdad existe, tú la has visto. Ahora no quieras volverte atrás. No seas cobarde, no seas el cobarde que fuiste siempre. Con esos padres... ¡Deberías haber aprendido! Cuanto más cálido es el refugio, mayor es el dragón que habita en él. Afróntalo. ¡Afróntate!

Pero para eso deberás recordar. Las drogas y el dolor y la añoranza te aprietan, pero aun así,



si no haces memoria, no hay ningún problema: aquí estoy yo para recordarte cuanto olvidaras. No puedes haber pasado por alto que no eres sólo pensamiento, que tu alma reside en un envoltorio físico. No: eso, aunque lo desees, no lo olvidarás. Antes de haber llegado a tu estado actual incluso hablabas. ¿Recuerdas el sonido de las palabras resonando perfectas como ideales por dentro de los huesos de tu cabeza? Sí, sí que lo recuerdas. Lo añoras, más bien.

Yo recuerdo toda la conversación. Es ésta:

-... pero, ¿entonces, Zab?
-Entonces, eso, te lo pido como amigo. Sólo confío en ti: yo no tengo familia.

Él te miró en silencio; tú no supiste interpretarlo.

-¿Lo has pensado bien? ¿Estas seguro? Tal vez te puedan recomponer, si no ahora más adelante...
-... como a un puzzle al que le falten fichas, no me jodas. Hazlo, ¿eh? Hazlo. Lo tienes que hacer por mí. ¡Júramelo!
-Bueno, bueno…
-Los otros dieciocho fondos de crédito para ti, quédatelos. Yo ni los quiero ni, supon¬go, los necesitaré.
Se iba, lo oíste cerrar la puerta. Le gritaste “¡Espera, una cosa más!”, y sus pasos se detuvieron. La puerta se abrió.
-Una cosa más. Lo olvidaba.
-¿Qué quieres?
-No quiero volver, ni que desde fuera se me pueda traer de vuelta. Nunca más.


Esas fueron casi tus últimas palabras. En realidad, las últimas que te oyeran los demás. Lo siguiente fueron sólo susurros, sin mucha más importancia. Desde que entraste al Hospital dejaste de ser tan comunicativo. Tal vez será que el servicio no era muy bueno... De acuerdo, no volveré al humor; nunca te ha gustado y ahora entre sábanas blancas y blancas paredes no será diferente. A no ser que perdieses la cabeza no lo entendería. No aquí, no ahora.

No hablas, casi o nada. Y sin embargo las palabras resuenan en tu cabeza. Las tuyas, tus palabras, las de Sissilye, las del Cirujano, las palabras de antes o de después... Antes y después son un interruptor entre lo que no fue y lo que no será. ¿Cuál será cuál? Sonríes... Te hago reír... ¡Creí que jamás lo lograría!

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-¿Eres creador?
-Soy creador, pero a ti no te he creado.
-Entonces a lo mejor Pigmalión soy yo. El sujeto y el objeto, Dios y el hombre... ¿Crees en Dios?
-No, no creía... Pero si puedo oírte preguntándomelo tal vez pueda empezar a...
-Estoy hablando en serio.
-No, no creo.

-¿Entonces por qué te comportas como él?
-Es mi trabajo. Diseño inteligencias, integro y recombino recuerdos, voluntades... Nos apoyamos en antiquísimos modelos psicológicos y genéticos y al final, lo más difícil, programamos el azar, la libertad

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¿Cuándo fue? Cuándo te preguntó por Pigmalión? No, eso fue después: tú no conocías a ese tipo. Te extrañaste cuando te lo preguntó, ¿de dónde se lo sacaría? Sonríes pensando que a veces se introducen -por error o como firma del autor- módulos de memoria poco convencionales. Pigmalión fue antes...

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-¿Conociste a Pigmalión? -te pregunta.
-No, creo que no.
-Fue Dios y fue el hombre. Ha sido el lugar donde ambos estuvieron más cercanos. Un dios autosuficiente y necesitado, trágicamente contradictorio.
-No te entiendo.
-Alguien que creó a alguien de quien sufría estar enamorado. A mí me crearon.
-A mi me educaron. Antes fui programador.
-Creador.
Tú callaste, sin saber cómo continuar.



Sissilye... Sissilye no era una criatura real. Igualmente podía haber sido un dragón, un círculo con un logo, símbolo de una empresa. Sissiliye no nació de padre y madre, susceptible al azar de la genética, de las enfermedades y del dolor, por lo que estaba mermada en una gran parte de su humanidad. Sissiliye no era, entonces, humana: era sólo un cúmulo de estudiadas rutinas, una compleja entreveración de ecuaciones. Logarítmica sin sentimientos.

Sissilye fue diseñada; dibujada, creada, ideada. Programada. Pero las infinitas rutinas que sólo podrían hacer una triste marioneta de ser humano sin alma habían sido acabadas siempre redondeando la precisión sin error de la lógica, introduciendo los recuerdos, el aprendizaje, la memoria, el olvido, la conciencia, el pensamiento en palabras, el psicosomatismo, el sexo, la ignorancia, los sentimientos, pasiones, emociones, el error, la variabilidad, la posibilidad, el azar. Y Sissilye se fue volviendo humana... tanto como ella deseó. Tú lo comprendes, pero no lo puedes entender realmente, lo sabes pero es algo en lo que no crees. Por ella, por eso, empezaste a desentenderte de tu mundo, a ser feliz. ¿No era lo que habías andado buscando siempre? ¿No? Sí: comprendiste que en otros mundos y con otros seres sí podía ser posible. Te fuiste dando cuenta de que era todo cuanto querías: unas migajas de la plenitud.




¿Has seguido oyendo al Cirujano? Te lo dije, necesitas tu cuerpo. Necesitamos cuerpo aunque sea para olvidarlo. Todos lo necesitamos. Sissilye también... Piensa en su cuerpo como en los sistemas de almacenamiento de información. Piensa en ello sólo un instante. Luego, olvídalo. Piensa en tu cuerpo sólo un instante, y luego olvídalo.

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-Sé que es irrevocable, doctor, pero, al margen de eso, ¿es absolutamente imprescindible? ¿No hay ninguna otra posible solución, algo que hayamos podido pasar por alto?
-No, no lo hay. Únicamente la amputación.

No te viniste abajo, ni lloraste acaso. En su lugar racionalizaste.

-Bien, ¿y si yo no diera el consentimiento a la operación?
-Moriría. En tres o cuatro semanas a más tardar. Pero eso no ocurrirá porque antes yo cursaré un expediente de carencia mental y usted se verá igualmente sometido a la operación que, le recuerdo, es por su bien.
-Bueno, y si no tengo elección, ¿para qué ofrecer nada?
-Siempre es mejor una paciente sin correas.
-Está bien. No rellene ningún formulario. Vendré por mi propio pie, aunque sea ya por última vez.

Y te marchaste. Los tres días siguientes te sumiste en un caos de alucinógenos, alcohol y ansiolíticos. Cuando despertaste ya eras un inválido. Te habían detenido para siempre.

-Zab saliz, por fin ha despertado. Sus constantes han sido estables toda la noche. La operación fue todo un éxito.

Era el médico. Quisiste balbucear. No lo lograste.

-No, olvidemos aquello. Muchos intentan engañarnos, a los médicos, sin éxito, claro. El problema es que desconocemos a familiares y amigos, que no pueden venir a visitarle por culpa de su comportamiento irresponsable.
-Da igual. No llame a nadie. No quiero que llame a nadie.
-¿Está seguro?
-Sí. No quiero ninguna visita.
-Con su padre sí podemos contactar. Aguarda en la sala de visitantes.
-No quiero verle.
-Bien, pero la ley lo ampara a él.

Tomaste aire para relajarte.

-Doctor... Basta ya de interrogaciones retóricas. No me pregunte lo que ya está respondido.
-No le pregunté; sólo le informé -contestó según se marchaba-. ¿Señor saliz? -preguntó a su comunicador, sin mirarte, en voz baja. Venía tu padre.

Los recuerdos se te agolpan. Olvídalos. Olvida quien fuiste, pues deseas cambiar. Muda tu piel, como los lagartos y serpientes; muda tu misma esencia, como las mariposas de los zoológicos. Cambia, si lo deseas. Arranca algo de ti y déjalo atrás. Al principio te sentirás mutilado, pero será sólo unos días. Piensa que sólo así lo lograrás...

Tu amigo se va de allí, pensativo. Sabes que ha sido fiel contigo, te ha entretenido, te ha dado amor fraterno, ha sido tu confidente y tu crítica justa: ha sido bueno, si bueno o malo son palabras que se puedan seguir entendiendo, como antes y después, palabras que ya no caben en el mundo porque sólo son referencias vacías, como el hueco de un buzón sin cartas, con un letrero encima que recuerda “cartas”, pero nadie se acuerda de qué son, porque el hombre vive solo y olvida todo lo que no es él. Y a veces el olvido lo alcanza y se ceba en él, como una jauría de perros hambrientos.


Ellos estaban ahí fuera. Los viste cuando él dejó abierta la puerta al irse: viste un joven de quince años aproximadamente y tres mujeres, además de dos tipos vestidos con trajes baratos y poco pelo en la cabeza, abogados tal vez, pensaste. Las mujeres estaban en dos grupos: la madre del niño que podría ser tu hijo -aunque no lo habías visto al menos desde hacía diez años-, que era alta y atlética, fea a pesar de todo el gasto en cirugía, y las otras dos, que luego supiste que se aliaban para ganar todo lo que pudieran al grupo materno-filial, concretamente una pelirroja alta, vulgar, físicamente atractiva y una rubia con muslos anchos groseramente maquillada, embutida en un mono ceñido que te pareció de mal gusto, como las arcadas de un lejano reflujo. Tus herederos. Te indignaste, en silencio, repugnado. Fijaste la mirada al sensor de la puerta, que te obedeció deslizándose, alejándote así de aquel festín de buitres. “La carroña es la carne muerta”, pensaste. “Sissilye...”

Carne de tu carne y sangre de tu sangre dicen los viejos libros. Tu carne está corrupta y tu sangre es escasa... Deseaste que al fin cumpliera, que te acoplara un modulo de mantenimiento con acceso ininterrumpido a Sissilye. Tu carne está corrupta y tu sangre es escasa... “Sissilye...”

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-Sissilye, ¿tú duermes?
-Sí.
-Yo te habría programado sin necesidades fisiológicas..., si te hubiera programado.
-No tengo necesidades fisiológicas. No tengo cuerpo.
-Sí lo tienes.
-Allí.
-¿Cómo lo sabes, si no has estado?
-Me programaron.
-Puede ser mentira.
-Nunca lo sabré.
-¿Por qué dormir?
-Los programadores introducís la cordura y la locura en nuestras programaciones como válvula de seguridad. No necesito dormir físicamente, pero sí reposar mis conocimientos, sopesar, olvidar, soñar...

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-Pero Zab, escúchame, te lo ruego.

Miraste. Unas enormes bolsas negras pendían de tus globos hinchados, heridos, de mi¬rada ebria. No pesabas treinta kilos.

-Ya... no... me apetece hablar. Hazlo... por favor...

Y la siguiente vez que viste el abrigo negro de altas solapas ya estabas más allá del mundo de herederos, de hospitales, de cuartos blancos e interruptores. Ya te habías escapado de todos ellos, ya no respondías a nada, a ningún estímulo. Tus labios dejaban escapar una línea de saliva y tus ojos no respondían a la luz ni a la oscuridad, aunque en verdad nunca antes lo hubieran hecho. Tu piel era la coraza del rinoceronte, y nada podía atravesarla, y tus sentidos ya no se interesaban en nosotros. Sin embargo, algunos creímos ver el último atisbo de tu sonrisa cuando él cumplió -contra todo- con su palabra.

Sí; definitivamente lo necesitas. ¿Aguantarás así? ¿Tienes fe?

Sissilye no te abandonó. Tal vez os perdisteis. Los finales y los principios, epílogos y prólogos, antes y después, los interruptores... ¿Estás cansado? ¿Te estoy molestando? La cabeza te estalla, desearías descansar. Ha sido duro... Yo debería dejarte descansar, pero si yo no te hablo, ¿quién lo hará? Enciende la luz: sin mi voz, las otras tomarán el mando, te harán enloquecer. Relájate y escúchame: volvamos al principio: Sissilye no te abandonó... No, no me hagas callar; en lugar de eso, hablemos del inicio. Negociemos las memorias...




Dices que no recuerdas cuándo te encontraste con ella, que existís unidos por un extraño lazo metafísico, que vosotros lo habéis sido todo, que antes y después son meras palabras que no sirven para vosotros, que acaso ni las habéis podido comprender.

En esta piel, o en esta “encarnación”, digamos entonces, la viste por vez primera en el interior de un gigantesco domo deportivo, cubierto, aún sin estrenar, impoluto y sin una sola persona dentro. Entraste corriendo sin saber por qué, huyendo de algo que te persiguiese. Allá dentro todo era metal y plástico, estaba listo para su inauguración. La impresión era la de una profilaxis negra, sintética, de pesadilla. Ella estaba sentada en la plataforma de saque, flotando a más de quince metros del suelo, aproximadamente a la mitad de la altura del pabellón. Las piernas le colgaban desde el borde. No te llamó, pero tú supiste que estaba ahí.

Corriste a los ascensores y pulsaste sus controles, pese a saber que un índice de masa estática ya habría registrado tanto la espera como la llamada. Pero es que tenías prisa, no veías el momento de subir allá. Por eso te abalanzaste adentro, no por tus perseguidores, que ya habían penetrado en el recinto y cuya sola presencia era intuida como algo ignominioso, ofensivo. Se¬guramente estaban armados, eso lo conjeturabas también. ¿Quiénes eran? ¿Eran seres reales, como tú, o virtua¬les, como Sissilye? ¿Es un ser real virtual en programación? ¿Y uno virtual empíricamente? Sí, ya vamos encontrando las respuestas: tú eres el primero en abominar esos términos. Vosotros, los fabricantes de maravillas sois quienes principalmente acaban cayendo en su encanto, vosotros los que no podéis soportar la comparación entre un programa de contabilidad y uno de psique humana, aunque los biólogos apoyen la comparación entre el hombre y el protozoo...

Nunca has sabido quiénes eran o por qué corrían tras de ti. Con sus avíos de muerte, ya con seguridad. Tal vez los imaginaste, perros de presa, espantosos, soldados imparables sin piedad. Tal vez el programador seguía dejando su huella en el mundo incluso cuando era presa de él.

Ella no estaba en la pista. La encontraste fuera, en un pasillo, totalmente desnuda, ca¬minando distraídamente. Pensaste en llamarla y ella se volvió a ti como si ya lo hubieras hecho. La miraste: dijiste para ti que su cuerpo era fuerte pero hermoso, y sus rasgos eran fuertes pero hermosos. En lo más profundo de ti, tan lejano e inconcreto como para que ninguno de los dos lo percibiese, intuiste su nombre auténtico, su ser. Y supiste, ya desde entonces, que no debías buscar ternura, que no debías buscar nada, que estaba todo ahí. Buscar no: ¿para qué? Tú habías sido encontrado.


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Te duelen las piernas. Te causan un dolor más allá de toda comprensión. Aguanta un poco. El dolor se irá, te lo juro. Al final se comprende siempre todo.


No hay ya nadie. La vigilancia es automática. No miras: no lo necesitas. ¿Tú también programaste las casas inteligentes? Es gracioso, oír hablar de “casas inteligentes”. ¿Es algo inteligente por cumplir con una orden? Más bien se es inteligente cuando se puede desobedecer una orden, aunque no se haga, al fin.

Aquella vez no lo hiciste. Algunos dirían que no fue inteligente. Otros que sí.

En este silencio y con esta paz lo recuerdas bien, cómo cerca de tu casa comenzaron una repentina microexcavación. Los desinformadores lo advertían, pero los medios oficiales los desprestigiaban y silenciaban sistemática y rigurosamente. Comenzaron una noche, al alba.

-¿Qué están haciendo?

Un tipo anónimo, con una mandíbula anónima y unos acuosos ojos anónimos te expulsó de la calle. “Vuelva a casa”, “No, amigo, esto no es para usted”, “Órdenes del Estado”, “Váyase al domicilio de algún familiar”, “Sí que tiene: su padre, me dice mi terminal”, “La energía le será cortada y el suministro de agua y alimento también”, “No persista en su actitud, es por su bien, todos sus vecinos se han marchado ya” fueron algunas de las frases pétreas de su monólogo en el que jamás cupiste. Con ellas el funcionario te aprisionó en tu orgullo. Por eso decidiste quedarte. El funcionario apeló al grado de Secreto Estatal: emplazó a un equipo de tiradores en tus vías de acceso (puertas y ventanas) después de sellarlas por fuera con una película negra registradora del tacto por control remoto: si se produjera significaría intento de intrusión en Secreto Estatal y podrían dispararte. Ante ello, imprisionado, te tumbaste y rezaste la orden mental para marcharte allá.

(Volviste seis días después, enfangado sobre tus excrecencias, famélico y con un alto grado de deshidratación.)

Radiaciones fuera de lo tolerable por el cuerpo humano, por el maldito cuerpo humano, aleación alienígena, isótopos de alto secreto militar o simplemente un pésimo planteamiento sobre los protocolos de seguridad sobre metales muy pesados fueron las distintas excusas que medios de comunicación más o menos oficiales (o no oficiales en absoluto) lanzaron como explicación inviable. Cancelaste tus cuentas legales de acceso para no oírlos más. Qué más daba ya, si la enfermedad había estallado en tu cuerpo.

Enfermaste, tus piernas degeneraron, tus brazos también, aunque éstos los pudiste salvar. Llevó tan poco... Siempre has odiado tu cuerpo por lastrarte, por arrastrarte al fondo del mar, cuando tú querías volar hacia el cielo oscuro.


Aún andas (oh, perdóname) perdido. Ahora sólo tienes que cerrar los ojos para estar allí. Ni siquiera reproducir la orden: no hay interruptores, sólo tú, allí, lejos, sonriente. Sissilye te espera al volver una esquina. Te saluda, te besa y te abraza; sonríe, algo alocada. Sentía impaciencia por volver a verte. Pero ella no suele ser así, sino más fría, más autosuficiente. “¿Qué te pasa?”, le preguntas. “Tenía muchas ganas de verte, de estar contigo”, te contesta. “Sí, pero...”, vuelves a empezar. “Cállate. Bésame”.

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“No vale, no abras los ojos”, te regaña. Tú no pudiste hacer otra cosa, entre sus brazos que te estrechaban y acariciaban, entre sus piernas que se enredaban entre las tuyas, que trepaban por las tuyas, dispuestos a no dejar un sólo margen de piel sin entibiar. No pudiste cuando de su lengua bajaron arroyos de miel y colaron suave, bella, inarrestablemente por tu garganta, haciéndote suyo por dentro y por fuera.

“Miel...”, susurraste, aún aturdido.

“Vamos”, te dijo ella, y tomándote de la mano te arrastra hacia el bosque. Te llaman, te tocan el brazo como hace un rato han hecho y cada vez que alguien entra en el cuarto lo vuelven a hacer. Hablan entre ellos, el médico se acerca a tu cara, palmea groseramente. ¡No les hagas caso! No merecen que se lo hagas. De todas maneras son ellos los que no pueden salir del silencio...

Si lo quieres saber, yo te contaré lo que dicen: no recuerdas su cara muy bien, pero el que habla con el médico es tu padre.

Yo te contaré: es tu padre quien habla. Argumenta, razona, trata de convencer más que de persuadir. Pide tu eutanasia. Dice que ya no estás vivo ni de cuerpo ni de cerebro: descubrir las ondas ji en todos los vertebrados sólo ha servido para desconocer aún más al hombre, para alejar una supuesta definición del ser humano... Dado que todo vertebrado emite estas ondas por su electroquímica sináptica, ya tus pensamientos no valen más que los del sistema simpático de un perro. Para ellos tu mudanza al mundo programado no es nada, y tu relación imposible con Sissilye no pesa más que el control inconsciente de temperaturas del cerebelo de un chucho callejero. No te llaman autista, eres sólo carne que respira asistidamente. Y por eso tu padre reclama al Estado tu orgullo, pero su voz no es la de exigir dignidad en la vida y en la muerte; su voz es gélida, deshumanizada. Tu padre quiere heredarte. Nunca fuisteis nada el uno para el otro. A veces dice “Mi hijo merece morir como un hombre”, “Mi hijo no será una marioneta para los científicos”, “Yo le daré a mi hijo la muerte que se merece!, ...

¡Que no te llame hijo!, piensas. “¡Cállate!”, gritas, pero tus labios no te obedecen. “El padre no mata al hijo. El padre... no... mata al hijo.”

Esto fue hace unas horas. O será dentro de unas horas, aún no lo sé. ¿Por qué no me lo dices tú? Yo no puedo saberlo. ¿Por qué no? Bueno, todos tenemos nuestras limitaciones...

La llamas otra vez, pero Sissilye ya no sigue en el complejo, lo intuyes. ¿La habrán matado aquellos que te seguían? ¿Eran programadores, de otra compañía rival? ¿Eran progra¬mas? ¿Por qué la asesinaron? Sissilye debe haber caído en un sueño de muerte porque ya no responde como entonces.

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-Zab, ¿cuál es el sentido de la vida?
-Tu vida y la mía no sé si tienen sentido. Hay gente que se dedica a algo con todo su empeño y hace que su vida tenga un sentido, aunque a los demás les pueda parecer inútil. Creo que cada uno se lo da, pero no lo sé.
-Entonces, ¿a tus programas les has dado algún sentido?
-A los que estaban vivos no.
-¿Yo estoy viva o soy un programa?
-Estás viva pero eres un programa.
-No me has respondido. ¿Para qué me crearon? ¿Para demostrarse lo buenos programadores que eran?
-No... lo sé. No te puedo responder. ¿Qué más da? Yo nací porque el anticonceptivo de mi madre falló. Por ninguna otra razón. Yo le intento dar finalidad a mi vida.
-¿Y cuál es?
-Tú.

Sissilye tardó en responder.

-Entonces, ¿me estás usando?
-Mi vida es vivir todo el tiempo que pueda contigo. Si lo consigo, habrá tenido sentido. Si piensas lo mismo no te estoy usando. Si no, supongo que sí. Eso se llama amor.
-¿Amar es eso?
-Sí.

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Sissilye te amaba: te haría reír hasta qué punto.


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Los perseguidores os buscaron, ellos os escucharon cada vez que hablasteis, os espiaron cada vez que os fundisteis en un solo ser. Ellos estuvieron siempre ahí. Sissilye desapareció como vino un día: sin razón alguna, y no volviste a saber más de ella, y los días (¿o los meses, o los años?) pasaron porque tu cuerpo estaba mantenido por la gestión de tu amigo fiel, y tú la buscaste y no la hallaste. Y ahora te preguntas si a ella misma la trajeron los perseguidores para atormentarte. De cualquier modo: si fuiste encontrado, ¿por qué no podías igualmente ser abandonado, o simplemente perdido?

Y tú no volviste a hablar. Jamás. Y tus ojos se volvieron ciegos a la luz y a las personas, porque te habías marchado allá irremisiblemente. Y sólo una última vez más ibas a regresar.



Sissilye te vio bajo unos árboles de colores imposibles. Comía frutos jugosos que le hacían caer un zumo rojizo por las comisuras de los labios. Te esperaba. Volvía a estar desnuda. El tiempo era muy agradable: una perfecta primavera. Te desnudaste tú también; ella no te sonrió, ni te hizo ningún caso. Tú detuviste tu ímpetu: estabas excitado pero algo no encajaba. ¿Por qué ella no..., cuando normalmente sí...?

-¿Sissilye? -preguntas mientras retomas tus ropas del suelo.
-Te gustaría.
-Siempre me gusta tu cuerpo, y te agradezco tanto que no lo cambies cada día... Me volvería loco. ¿Tú no te preguntas como será mi cuerpo allá, si me lo cambio para gustarte?
-Ese mundo no es mi mundo.
-¿No te preocupa lo que sea real y lo que no?

Te miró directamente, casi te sentiste embarazado. -Yo soy mucho más real que tú- dijo.

-Aquí.
-¿Y qué otro mundo existe, sino en el que uno vive?

Callaste.

-Zab... Algún día no volveré a verte.
-¿Qué?
-A veces hacemos cosas muy extrañas que no sabemos explicar, como si estuviéramos en otro lugar, en una alucinación.
-¿De qué estás hablando?
-Tú estás en otro lugar. No sé quién eres. He aprendido el amor, lo conozco, pero nunca seré como tú. Excepto por tu enorme prisa, no sé nunca si estás aquí. Vosotros morís y tenéis que hacer muchas cosas antes de marcharos, y...
-Ya sólo estoy aquí -le dijiste, tomándole las manos, de rodillas a su lado.

Ella sonrió, te acarició las mejillas.

Los cazadores aparecieron a lo lejos, sobre el camino que llevaba al claro.



¡No, relájate! Escúchame: tus constantes son débiles pero estables. Seguirás alimentado durante mucho tiempo.

Relájate...

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Sólo una vez más ibas a retornar. Los cazadores te buscaron allá donde entraras; durante los años o días que has estado buscándola ellos siempre han estado tras tu pista. Negros, agoreros, implacables, inhumanos. Siempre allí. Armados. Tras de ti. Un día por fin no tuviste fuerzas para huir, ni paciencia para alejarte y volver a empezar la búsqueda cuando el peligro hubiera pasado. Y gritaste dentro de las ruinas destartaladas. El pueblucho estaba vacío. Ella sólo podía estar allí: ella estaba allí dentro. Volviste tus pasos al edificio tras el paseo. El chirrido de la verja oxidada del patio despierta a los pájaros, que empiezan a volar, a cruzarse, a entretejer sus rectas escasamente euclídeas como en el más turbador de los sortilegios. Sissilye está ahí. Los miras intrigado, dudando sobre si su algarabía ya ubicua será una lengua milenaria y propia, si su magia será tal, o si serán las voces de liderazgo de toda empresa sometida a la revisión superior. Si están siendo programados.

Gritaste, en pleno exterior. Pero ella no se descubrió. Los cazadores disparan. En otro lugar, traspasaban tu pecho con largas agujas, en un hospital.


Entonces, te llevaste las manos al pecho y caíste traspasado por un dolor horrendo, con el corazón reventado. Ella se asustó al verte -sí estaba, siempre lo supiste-: corrió hacia ti, te sostuvo entre sus brazos, incrédula, presa de la desazón, casi llorándote. Morías, y lo descubriste. Revelaste tu verdad demasiado tarde, sí; te demoraste demasiado en darte cuenta de que siempre fui yo quien te había estado hablando, que era yo tu conciencia, tu compañero, tu mente. Demasiado en ver que te había soñado... Ahora, descansa en mi regazo, mi niño, mi pequeño: estoy a punto de despertar.


(c) El cuentacuentos






1 comentario:

El cuentacuentos dijo...

Éste es mi cuento favorito, creo.