Blog literario idiota de Andrés Nortes Martínez-Artero. Literatura y rock en vena. Y alguna cosa más

martes, 15 de diciembre de 2009

Envejecer (y II)

Envejecer (II parte)


Como si se tratara de una pared disimulada a un tenista, cada pelota que propulsamos hacia la oscuridad nos viene con una energía redoblada. El caso que me propongo analizar es el de ver a alguien muy debilitado por los años, y observar atónitos que ese alguien, mirado con atención, no es sino Edipo: uno mismo.

Quien considere que la maldad del envejecimiento es la cercanía de la muerte, se equivoca neciamente. Adulto, maduro o senil no es quien tiene mayor probabilidad de morir. Hoy en día, sólo uno de cada diez es nacido (qué se le va a hacer, me gusta la perspectiva de este anglicismo) en un lugar del mundo pacífico, sin explosiones cerca de sí; vivir cerca de las antenas, las computadoras, las redes electromagnéticas, la venenosa alimentación industrial en nuestro interior aceleran la proliferación de enfermedades épicas... Los ejemplos son varios, pero la idea es una: morir es sencillo, no está tan lejos, no noes es ajeno. Los niños mueren como los ancianos. Ser adulto es tener la perpleja conciencia de la posibilidad de morir.

Empecé a saber que estaba haciéndome mayor (o que lo era) cuando, una mañana de invierno, comprendí que ya no volvería a ser invulnerable. Recuerdo cuando era pequeño y cada error podía reintentarse, no más que una divertida anécodta; entonces, sin darme cuenta, el tiempo comenzó a correr a mis espaldas, como en aquel juego de niños, el escondite, el mundo oscuro, el palito inglés... Pero esa mañana soleada de invierno en que me advirtieron que mi flirteo con el patinaje había acabado en una fractura múltiple del malar y del pómulo, seguramente algo cambió. Era casi primavera. marzo saliente, y yo debí firmar un pacto solemne y tácito con la muerte, por el cual me hacía cargo de mi vida. Sólo perdí la sensibilidad en la mitad de mi cara.

Dos consecuencias se pueden extraer de esta certeza. La primera es que el paso social de la infancia a la madurez no es sino una mascarada, un cambio de atuendos y de juegos con nuevas compañeras y compañeros, nuevos caramelos, nuevos patios. La segunda es que... Bueno, que debo irme al trabajo y que concluiré este artículo en cuanto me sea posible. A fin de cuentas, esto es un blog solitario y no creo que nadie se ofenda mucho por este final de entrada. Si lo hizo porque le gustó, puede esperar a que la concluya esta noche o mañana.

* * *

Dejé por este punto mi ensayo hace ya unas semanas. Hoy, víctima de un aleatorio ataque de alergia, sin saber aún muy bien a qué -pero devastador hasta el punto de haber estado cerca de tener un accidente en carretera y de no haber sido capaz de dar más que una clase (como se sabe, trabajo en la enseñanza)- parece un buen día para recordar, ensayando unas palabras, que con doce años no me sucedía esto. La estupefacción y el miedo de las salas de espera, especialmente las de urgencias, y las diminutas costumbres elevadas a ceremonia de salvación me vuelven a dar qué hablar. Los hombres que manejan meticulosamente su carpetilla de documentos médicos, o las mujeres que alisan su falda mientras mirando a un lado y otro con discreción esperan poder salir, o los sanitarios que despachan una cola enemiga de cuerpos sin rostro, que curan todo menos el corazon del enfermo, también me han recordado ciertos momentos de mi vida que no vienen al caso pero que, inevitablemente, manan del recuerdo.

Así pues, tras esta reacción vizcaína, me dispongo a volver a hablar sobre la muerte, porque hablar del tiempo es hablar de la muerte, y hablar de la vejez es hablar de un preludio de la muerte.

La madurez es una niñez frustrada, un constante estropear lo más bello de la vida. En un chiste de alguna de sus publicaciones, el gran humorista Quino proponía que la vida debiera ser climática, y no este extraño anticlímax que nadie termina de entender. Si lo mejor fue estar dentro, y luego en su defecto estar fuera, bebiendo de sus pechos, y luego en su defecto correr cerca de sus faldas, y luego en su defecto empezar a descubrir el mundo o a los otros..., algo nos dice que la lógica de todo esto, si es que resulta que la hay, va a ser una lógica del debilitamiento, un silogismo que acaba mal. Imaginad una novela que comenzase a lanzazos y que acabase a descripciones. Eso es nuestra vida, una carretera de firme en cada vez peor estado. Por esta razón puedo opinar que la vida es una mascarada.

¿Sabe mejor un plato de Ferrán Adriá que los potitos que me daba mi madre? Absolutamente no. ¿Para qué gasto 350€ en una videoconsola de última generación, si jugar a polis y cacos era gratis, y, la verdad, muchísimo más divertido que el mejor Tomb Raider? ¿Y mi trabajo? Émulo decadente del de mi padre, el gran trabajador. ¿Una oposición es más seria que un examen de Sociales con don Carlos, el viejo maestro de Historia? Pequeño Ministerio de Educación, no podrías competir aunque quisieras. ¿Y las mujeres? Bien, puedo decir que ésta fue la única novedad de la vida adulta. No sé si compensa, de ser sincero. Creo que no. Como tampoco yo soy compensación suficiente a la infancia de mi pareja, a qué engañarnos.

Si ser adulto es haber alcanzado la inteligibilidad de la muerte y la toma de conciencia existencial nos arroja a la desnudez ontológica más dura, entonces el camino de la decepción ya está allanado. Sé que puedo morir, y que todo lo que venga sólo será sombra cada vez más borrosa de lo que existió y ya no está, o, si se me permite, de lo que fue y ya no es. El camino de la vida es cada vez más pedregoso, y su final es un cortado que desde cierta distancia, el día que empecé a envejecer, empecé ya a ver con claridad.


(c) El cuentacuentos




4 comentarios:

Anónimo dijo...

Como ya dije una vez:"La mejor época de mi vida la pasé dando vueltas por el puerto en una barca hinchable con dos remos"

Sin embargo, creo que no se pueden comparar los distintos periodos de la vida, desde el momento en que nunca se desarrollarán en paralelo, sino siempre en serie.

Hablar de si una circunstancia actual "compensa" la imposibilidad de un estadio anterior que recordamos mejor, me parece una futilidad. De la misma forma que la persona del presente a desarrollado una mentalidad que ya no puede sentir los deseos del pasado.

El cuentacuentos dijo...

Muchas gracias por tu comentario. Por supuesto, sabes que no hablo ex catedra y que un ensayo es sólo eso, como dice su nombre, una prueba, un pensamiento discursivo, un hablar para ver a dónde nos lleva nuestro pensamiento.

Seguramente hay quien tuvo una infancia desdichada y no le parece éste un periodo de la vida bueno, pero incluso teniendo de él un recuerdo infausto, debe aceptar que es mucho más intenso que el que nos proporciona el presente. ¿Qué hice hace dos meses? ¿Y la semana pasada? ¿Y hace un año y dos meses? La infancia aún no ha sistematizado la vida, ni se ha acoplado apenas a las rutinas.

Por otra parte, la idea de la vida en serie y en paralelo me gusta. Es muy aguda, y creo que podrías escribir algo sobre ello, en tu blog o en estos Murmullos, si quieres. Personalmente, el paralelo es lo que considero genera el problema.

Sin embargo, y con esto acabo, razón llevas: toda imposibilidad es una futilidad. Sin embargo, los deseos del pasado no se han ido. Casi ningún deseo se va. Sólo esperan su momento. En la enfermedad pensamos en mamá; en el delirio, anhelamos la barca hinchable, el puerto, los remos.

Anónimo dijo...

Cada fase en la vida es el producto irremediable de las anteriores.
Cada uno de los pasos dados nos lleva a donde estamos ahora, dando más o menos rodeos.
Así, el ahora es consecuencia y fiel reflejo del antes, para bien o para mal.
Pero añorar el pasado sólo tiene sentido superficialmente. Ya que toda fase siempre está en movimiento y contínua evolución. Aùn si se mantuviese el tiempo, la sociedad, el entorno y nuestra edad de forma constante e inmutable, nosotros mismos provocariamos el cambio, sintiendo diferente respecto de las mismas cosas...
Cada fase se puede disfrutar de distinta manera y en todas debemos esforzarnos por sentirnos orgullosos.

El cuentacuentos dijo...

Si la anciana supiera que iban ustedes a emitir tan hermosas palabras a cuento de esta entrada, se la habría redactado el mismísimo primer día que empezó sus murmullos.

Aunque a lo mejor esta entrada ha sido consecuencia de las anteriores, y no podía haber sido escrita sin que antes hubiera pensado y vivido las anteriores. ¿Pero irremediable? Hmm... El determinismo nunca me ha gustado, me da vértigo y tristeza y por eso lo rechazo, ni siquiera aplicándolo a las "fases". Sólo biológicamanete acepto que lo cronológico también es lo lógico.

Añorar el pasado es nuestra maldición, porque el presente es el momento teórico -un poco como el punto de Euclides, que está y no está, que no ocupa espacio pero que ordena el espacio- de generación de pasado. La anciana lo sabe bien, que por eso es anciana, jeje... De joven, las miradas de desdén o de entusiasmo de sus amigas le hacían llorar. Hoy nada la conmueve -salvo un buen comentario en su blog- y es que hasta de hecho está medio cegata, pero ya no tiene entusiasmo por hacerse mirar la vista.

Y otro pensamiento me hace reflexionar también: "nosotros mismos provocaríamos el cambio"... Je, je, qué horrendo, un anciano en el cuerpo de un niño, un niño absolutamente resabido y resabiado. Buf, pesadillesco...

En fin, para acabar le agradezco nuevamente su comentario, Sr/a Anónimo. Como escribí arriba, para mí el goce es siempre menor. Quizá en algún momento pueda llamarlo distinto. Orgullo del presente sigue sintiendo la anciana, no se crea: ¡otra no le queda!