Soy Nihamâ, la Primera, gran hija de Shaereb. Gran hija es el nombre que nos dan a las sacerdotisas de este dios. Lo llamamos dios por una cuestión de costumbre, porque Shaereb es el dios de los vientos, y el viento no tiene sexo, como sí lo tenemos las mujeres y los hombres.
Shaereb no tiene sexo, yo sí. Soy mujer. Una mujer bastante alta, y por qué no decirlo, también bastante hermosa, por lo que puede juzgarse del interés de los hombres. Cuando era pequeña, sin embargo, mis primas me llamaban “patuda”, “arañita”, “monstruo” y otras lindezas. Se reían bastante de mí. Luego, posiblemente en torno a la pubertad, sus amigos empezaron a mirarme con otros ojos, y ellas, por lo que les conviniera, cambiaron su actitud hacia su prima hermana. Yo nunca las perdoné del todo por lo mucho que me habían hecho llorar, más bien les fui devolviendo casi inconscientemente y poco a poco el veneno que me habían inoculado: un niño que empieza a prestar menos atención en sus vecinas que en la prima de éstas, unos jóvenes que preguntan menos por sus novias que por la prima de éstas, un hombre que empieza a prestar menos atención en su mujer que en las eventuales visitas de la prima de ésta, etc.
Soy hermosa, sí, pero esa no es mi primera cualidad. De hecho, no hago demasiado por conservar esa hermosura. Fuera del culto, apenas uso afeite alguno. La belleza, algunas personas tenemos la suerte de poseerla, como un don (y yo no he dado nunca las gracias por mis cabellos rubios ni por mis pechos altos) que no pedimos. Aquello de lo que más orgullosa me siento es de haber querido siempre ser libre. He pensado libre, he actuado libre y cuando en mis diecinueve años me ofrecieron entrar en el culto de Shaereb, lo acepté con libertad. Hoy en día creo ser una mujer libre.
Si me miro al espejo, con casulla o desnuda, veo primero mi piel, que es bastante blanca. Mis manos están por fuerza cuidadas. Mis hombros son ligeros, pero mis brazos son fuertes, y con mis manos hábiles puedo proporcionar las más dulces caricias, aunque también he arrancado la vida con ellas. Mis pechos son altos, mi vientre no es plano, pero es hermoso, un vientre de mujer. Mis caderas no son muy generosas, pero podría haber parido hijos sanos. Mis pómulos son altos, y mi sonrisa es sincera, aunque a decir verdad hace tiempo que no sonrío. Mis dientes son blancos como los de ninguna mujer. No soy hermosa sólo. Soy muy hermosa. Las otras Grandes Hijas me aborrecen. El pueblo me ama. Soy Nihamâ, la Primera, la favorita de Shaereb. Y no soy feliz.
Cuántas corrientes sueltas, en este templo. Somos mujeres, y también hay hombres. El templo está lleno de espíritus -en ocasiones debo establecer contacto con ellos- pero además están los fieles que acuden cada mañana, o cada anochecer, a los oficios. Cuántas corrientes…
No se me irá nunca este constipado. Mi garganta, cada vez peor. Pero es que no puedo echarme en cama una semana, porque cuando salga el templo seguirá semi-descubierto, con sus bóvedas abiertas en las que entran los pájaros y el viento hace remolinos de tierra, cuando no otras cosas… En invierno llueve dentro del templo, el agua lo empapaba todo y las paredes se impregnaban del verdor del musgo hasta que diseñamos un desagüe por el que se libraba el agua. Así lo quiere Shaereb; las flemas me volverán a ahogar. Ayer tuve que acabar el oficio antes, no pude hacer el Soplo de la Brisa porque si me llegan a atravesar los espíritus y a levantarme en peso medio desnuda sólo con su fuerza, la garganta se me rompe y no puedo volver a hablar en una semana. Sacerdotes de otros cultos lo tendrán mejor, un altar y listo, pero a veces, ser los elegidos del Dios de los Aires no es nada agradable.
Después de cada oficio tengo que pedirlo. A Shaereb no le gusta, no hace nada por nosotras, es normal, pues es un dios, y los dioses no piensan en sus fieles, ni siquiera en los privilegiados, aquellos que han dedicado su vida a ellos y que se supone ellos han distinguido entre los demás. A veces se ha enfadado por pedirle una ayuda, y ha reventado las contraventanas de una corriente súbita. Ya sólo me preparo las infusiones que me han dado los druidas, porque en ocasiones me acuerdo de ellos en los oficios y no me preocupo de más. Pero en invierno es duro, las corrientes son malas, el frío es atroz, y vestir así… Cuantas corrientes, Shaereb. ¡Apiádate de nosotros que te adoramos cada día!
-¡Unuo, Unuo! –vocea airada Nihamâ. El sacristán prosigue afanoso su camino, con la cabeza gacha y terca. Es un hombre mayor, casi un anciano de ralo cabello blanco, mirada acuosa y mandíbula saliente-. Unuo –le llama-. ¡Unuo!
-Aquí estoy.
-Unuo, se lo tengo dicho: la bóveda… ¿Dónde está Salin? –. Nihamâ otea nerviosa en una dirección, luego en otra: ni rastro de Salin. Unuo está impaciente, se apresta para escapar, pero Nihamâ lo conoce y no lo va a liberar tan pronto, ni tampoco tan fácilmente-. Unuo, por favor Unuo…- Unuo no baja la cabeza porque nunca la ha levantado. No suele mirar frontalmente a Nihamâ, y los ojos altivos de ella tampoco invitan a confraternizar.
-La vamos a limpiar pronto, Gran Hija.
-“Pronto” fue exactamente la palabra que usó el mes pasado cuando le pregunté también por la bóveda. Si no sirve para este trabajo… ¡Salin! ¡Venga también aquí, que tiene que explicarme algunas cosas!
Salin es algo más joven que Unuo, tal vez tenga unos diez años menos. Es corpulento y fuerte como dos, diligente y disciplinado como algo menos de uno. Su cabello negro está rizado, los capilares se entrevén en sus mejillas, tiene algo de brutal, aunque asume con mansedumbre las quejas que proseguirán a la llamada.
-Gran Hija, ¿qué quie…?
-La bóveda abierta está sin limpiar desde hace un mes. Los pájaros de toda la comarca han debido anidar allí. Estará todo lleno de nidos y de porquería.
-Las aves son animales sagrados de Shaereb, ¿no?
Salin ha bebido. Aún no es mediodía. Nihamâ espera unos segundos hasta que su mirada abate a la de su rival.-Coge tus cosas y márchate del templo –le contesta, por fin.
-Gran Hija, yo… Ha sido una tontería. Se me ha subido el vino a la cabeza, no he sido yo. Le suplico… Mi mujer y mis tres hijos… Subiré a limpiarlo ahora y no bajaré hasta que esté todo decente.
Las cinchas de las botas me hacen daño. Nunca sabré por qué debo calzar esas botas bajo las enaguas de mi Falda de Bendiciones, siendo tan incómodas como son. ¿Por qué las runas deben estar inscritas hacia dentro, y no hacia afuera? Ni siquiera calientan, son unas estúpidas botas “vacías”, apenas un borceguí abierto con cintas que se cruzan hasta los muslos. Los susurros dicen que el viento debe envolver mi cuerpo en cada momento. Y los escribas interpretan que en cada parte de mi cuerpo debe haber runas en contacto con mi piel. ¿Y no se les habrá ocurrido que a lo mejor podía oficiar desnuda? ¡Ja! Estaría bien, un oficio desnuda, como me trajo mi madre al mundo, con las ventanas abiertas y el viento cubriéndome entera, eso es a lo que yo llamaría “que el viento envuelva mi piel”. Ahí veríamos si es dios o diosa, ja, ja, ja. Desnuda sólo con estas botas. Así la gente podría ver qué se gasta en los templos, ja, ja, ja.
En mis brazos y en mi vientre también hay otras cinchas de runas y abalorios sagrados, todos ellos inscritos con runas. Las runas están hechas de plata, y mi piel no se irrita en contacto con ellas. Hace años, al poco del primer Soplido, recuerdo que el material para las que no teníamos un cargo muy alto no era plata, precisamente. Si bien Viento no ama a Tierra en demasía, la plata es el metal de Shaereb. Pero hay que ser Gran Hija o al menos Hija para ver de cerca la plata. Ahora estoy llena de joyas sagradas, en mi cabeza una tiara, en mi frente una diadema, en mis orejas pendientes, sobre mi clavícula… ¿Dónde más? Atravesando mi pezón izquierdo, en mis brazos, ¿dónde más? En mis antebrazos, en mis dedos, en mis tobillos…
Y sigo montada en estas botas de bárbara enjoyada…
Un día en la vida de una Gran Hija no comienza demasiado pronto por mucho que las gentes así lo crean. Los monjes sí son madrugadores, antes del alba incluso ya están realizando sus ofrendas de primera mañana. Una Gran Hija se despierta con la luz del sol, sea la hora que sea, en invierno algo después, en verano algo antes. Las Grandes Hijas no tienen hogar como tal, no se nos permite tener una casa, y debemos mudarnos libremente de un lugar a otro. En los escasos escritos del culto hay como media docena de famosas Grandes Hijas vagabundas, que difundían los Susurros de acá para allá, con absoluta libertad. Pero eso debió de ser hace muchos años, porque hoy todas nos conocemos, y en realidad, lo que se dice movernos tampoco nos movemos mucho, no. Resulta complicado llevarse todas las pertenencias como un caracol, así es que dejamos algo en cada casa para que nos resulte agradable verla cada vez que volvemos. Unas y otras Hijas, además, nos conocemos, y entre nosotras hay roces como los hay entre los vientos –al menos en eso cumplimos- y de nuestras disputas se ha dado cuenta en la ciudad. Cuando dos Hijas se enfadan, la discusión no acaba con unas voces y unas bofetadas. La gente cierra las ventanas, los hombres salen corriendo a lugar seguro; ha llegado a haber heridos. Al fin y al cabo, aunque hablemos con Shaereb de tanto en tanto, somos humanas, y no nos gusta ver los jarrones sin flores, los libros santos apoyados sobre las páginas o las togas sacralizadas manchadas de barro o tiradas por los suelos.
Las Hijas nos levantamos y oramos. No en exceso. Igual da que salgamos afuera o nos quedemos en las casas. Las edificaciones son un pretexto, una mera excusa, aunque la curia las tenga muy en cuenta. Nuestra oración es bastante libre, puede ser breve o extensa, y apenas si tiene unos pocos formalismos. Los fieles comunes, e incluso los iniciados, hablan solos en su mente, pero, a las Hijas, Shaereb nos responde. Nosotras percibimos que el viento se torna agresivo ante un pensamiento profano, podemos resistir las temperaturas y los elementos por su gracia, y el carisma que nos ha concedido nos permite infundir el arrojo y la valentía en el corazón de los que creen en él y en nosotras.
Pero orar no es lo único. También debemos poner nuestra atención en otros aspectos más mundanos como el mantenimiento del templo, la pintura de las paredes, el pago a los maestros cristaleros y herreros -cuando el templo es muy pequeño y no tiene un monje que se haga cargo de todo ello- después de los Oficios, o las relaciones con la curia y los altos cargos del culto. Suele tratarse de paseos, audiencias, comidas o visitas de carácter institucional. En ellas, los altos funcionarios del Culto nos piden información cuyos monjes escribas, siempre a su lado, encapuchados y silenciosos, van plasmando en sus pergaminos. Para nosotras suele ser complicado, porque muchas de las veces que hablamos con Shaereb o canalizamos su poder resultan ser experiencias místicas que no siempre podemos definir con palabras. En verdad, Shaereb se nos manifiesta sólo a nosotras, y en el culto ya ha habido herejías de negación de la autoridad a los Sabios.
Además, nos preocupamos por nuestra congregación. No debemos, en caso alguno, olvidarnos de nuestros fieles. Cada una de nosotras recuerda el nombre y las vidas de cada uno de ellos. El Culto quiere organizarse con carácter familiar, pero Shaereb nos pide que hablemos con cada uno de nuestros creyentes como si fuera un individuo único e irrepetible, no un mero miembro de un clan. De hecho, Shaereb no suele hacer acto de presencia en un salón cerrado lleno de ancianos, pero si uno de éstos se asoma al balcón de su casa, le recompensa con una suave brisa llena de vida.
Hoy, aunque aún no lo sepas, me harás el amor, Dikbo, como en jamás antes me lo has hecho. Hoy vas a hacer que la tierra y el cielo se fundan en el abrazo más fuerte que se ha visto nunca, o que se ha visto siempre pero que no se ha expresado con palabras: el abrazo de los amantes que juntos alcanzan el placer de verdad. Esta noche, tú y yo seremos el cielo y la tierra, yo seré tu cielo y tú mi tierra, te voy a hacer volar mientras tu cuerpo firme me ata para siempre a ti. Te amo y te voy a hacer perder la razón como mujer alguna ha conseguido jamás, porque eres mi alegría y mi ilusión, mi amor, mi deseo,
Dikbo, mi cuerpo se va a posar en tus manos sin peso alguno. Me vas a despojar de mis vestiduras sagradas. El sagrado frío que las rodea morderá tus dedos mientras me alivias de ellas y me devuelves el calor que me hurtan, pero tú podrás aguantarlo como un hombre. Me desnudarás sin prisa alguna, pues aunque la noche no sea tan larga como le rogamos cada vez que tú y yo nos abrazamos, tendremos dos días enteros para amarnos. Primero retirarás los atributos sagrados de la sacerdotisa, como si lentamente fueras desbrozando la hojarasca de la flor, y la flor que entre tus manos aparecerá será la mujer.
Texto del edicto del Alto Pontificado de la Catedral Magna de Bredneí del día 15/21/1325 a. D. I. Comunicación expedida a las Grandes Hijas del Culto de Shaereb procedente del Cónclave nº 54 realizado en Bredneí al mismo día arriba expreso.
“Recientes investigaciones de los Sabios que leen los augurios de los vientos han profundizado en el Conocer Antiguo del Culto, anterior tal vez al descubrimiento del Tiempo, pues afirmamos que el viento ha existido antes de todo, y después de todo seguirá existiendo, porque el viento es cambio y el cambio es inevitable.
Los Sabios han leído en el viajar de los Pájaros Santos la necesidad de introducir un cambio importante en el Culto. Dado que en el Culto se ha seguido siempre con grande humildad el principio de Cambio Eterno de Shaereb, pensamos que sus Hijas deben ser ejemplares en esta cuestión, y dedicar la totalidad de su tiempo a tratar de comprender los Cambios en el Viento. Para esto, cualquier distracción deberá ser evitada en la medida de lo posible. Y aquello que el Viento quiere es aquello que el Viento puede, porque el Viento lima las fuertes montañas de Shabanya, y seca las aguas de Mudnaybe, y cambia los días de Pradna por las noches de Orthini.
Las Grandes Hijas pueden hacer posible lo imposible. Por ello los Sabios en su infinito recuerdo de los giros del viento establecen que las Grandes Hijas deben mantener su virginidad sin excepción. Es indiferente si por circunstancias de sus vidas la han perdido en momentos anteriores de las mismas, puesto que Shaereb todo lo muda. Un hombre en su vida sólo servirá para distraerlas de su sagrada labor. Más aún, las puede indisponer para la correcta dispensa de los dones divinos, lo cual resultaría en la pérdida del favor de Viento y en el abandono de la comunidad a la iracunda voluntad de Shabanya, de Mudnaybe y de Protalon, los Grandes Errados de las Tierras, Aguas y Fuegos innobles.
Teniendo además en cuenta que la materia del viento es siempre cambiante y nunca fija, ninguno de los funcionarios del culto podrá objetar nada a este Edicto aquí presentado, de cuya recepción ya hemos tenido noticia. No se podrá replicar esta orden general de carácter muy urgente.
No puedo dejar de pensar en ti, Dikbo, ni un solo momento. No quería empezar mi diario con otro que contigo, porque eres el único que me entiende, que en tu silencio me hace abocarme en ti como un pequeño afluente en un gran río. Yo soy la gran mujer a la que los fieles admiran, a la que las mujeres envidian y los hombres anhelan, en quien las niñas se quisieran convertir. Yo vuelo a una palabra de mis labios, pero sólo entre tus brazos siento lo que es volar de verdad; y atraigo o expulso las tormentas con un gesto de mis brazos, pero tú… Tu mirada es la tormenta, tu ceño fruncido es la desolación en mí, y tus ojos marrones, el otoño que medita en tu interior.
Si pienso en ti, las palabras se me escabullen entre las ideas, que saltan como las chispas dentro del fuego, sin orden ni concierto. Yo no debería aspirar al Orden, porque contraviene a Shaereb, pero lo deseo, lo deseo de corazón, en mi vida necesito un poco de orden, y con orden voy a hablar de ti en este primer cuaderno que ya compartimos.
Eres alto. Eres delgado, pero fuerte. Tus hombros y tus brazos marcan sus curvas por debajo de tus jubones cuando me visitas en verano. En tu cabeza no hay demasiados cabellos: tantas veces hemos bromeado sobre eso, sobre la familiar lucha perdida contra la calvicie. Sin embargo tus ojos son marrones y limpios, y tu sonrisa es ancha. Tus labios son gruesos. Los besos con los que rellenas mis dudas dan fe de ello. Tus labios y tus altos pómulos hacen de ti un hombre con aspecto orgulloso, fuerte, y tus ojos no hacen sino alternativamente encender y amansar mi voluntad, tal es el grado de enajenación al que me llevas. Sin embargo, te quiero porque no me haces tuya, sino que me invitas a que, mientras yo lo desee, lo sea. Te quiero porque cuando no me voy a hacer daño me dejas caer en lugar de salvarme con tus brazos. Esos nervudos y fuertes brazos que me ciñen la espalda de verdad, no como los corsés de la Liturgia…
Soy estúpida escribiendo así, no debería decir nada de esto, ni sobre todo expresarlo de esta manera. No está bien. Por esta noche voy a parar.
El Antiguo Culto de Shaereb exhibe en sus dogmas que no todos los oficios deben ser iguales. Cada uno debe realizarse de manera prescriptiva pero siempre introducen un factor de aleatoriedad, diferencia, cambio. Shaereb se indigna si cada oficio resulta igual que el anterior, aunque se trate de oficios con la misma función. Una de las funciones del cargo de Gran Hija es precisamente ése: ser original, creativa, buscar maneras de celebrar la fe en Viento.
El oficio de hace tres semanas ha sido especialmente recordado, razón por la cual se me pide que lo registre en la Crónica de la Ciudad. La gente ha gozado con su celebración, y la habilidad de la Gran Hija y su buen hacer ha corrido de boca en boca, de manera que los siguientes tres oficios, por desgracia, han sido sendas decepciones de los peregrinos que han acudido desde los pueblos y ciudades cercanos (y no tan cercanos, hay que decir). Dicen que a esa sacerdotisa pronto la expulsarán del culto, o que la mandarán a otro lugar, porque los fieles están dejando de acudir a la iglesia, aunque posiblemente también tenga que ver la alta curia con su destitución. No se sabe aún qué pasará. Lo que sí sabemos es lo que ha pasado, lo que sucedió ése mediodía.
Haciendo un sumario muy breve podríamos decir que lo que ocurrió dentro del templo tuvo las siguientes partes:
En primer lugar, no hubo antífonas ni alabanzas iniciales. No se empezó con un canto sino con una lectura, pero la Lectura no era una Lectura Sagrada, sino una Lectura de un texto propio de la sacerdotisa que en aquel tiempo oficiaba, una tal Nihamâ, la Primera. Dicen que fue un texto muy hermoso. Al principio la gente se escandalizó en gran medida porque el texto era personal, algo así como una carta de amor a un hombre, o algo parecido. Yo estaba fuera del templo –normalmente no entro hasta la segunda mitad- pero cuando empecé a oír el revuelo enseguida entré. Me crucé con un hombre muy ruborizado, a punto de estallar. Luego lo identifiqué como el hombre del que la Gran Hija estaba hablando. El hombre se marcharía bien furioso, pero la verdad es que a mí me habría gustado que una mujer así hablara de mí con palabras tan dulces. En público no, claro está, pero bueno, bonito sí que era, y sensual. ¡Bendito Viento, si era sensual! El que escribe afirma que muchos de los hombres y de las mujeres apretaron la mano, el brazo o el muslo de su pareja. Muchos se miraron a los ojos como hacía años que no lo hacían, y otros empezaron su historia en común en este preciso momento.
Shaereb, perdóname si no te está agradando lo que por ti hago, pero en mi corazón siento que sí, que a ti no puede estar dejando de gustarte este oficio. ¡Shaereb, Shaereb, dame fuerzas!
En segundo lugar, hubo música. No eran las flautas de siempre: de hecho, no había ninguna flauta ni ningún oboe, no había instrumentos de viento. Sólo había tambores y panderos de diferentes formas, tamaños y sonidos. Nihamâ había invitado a algunos hombres de la meseta, de los que salen con sus animales durante semanas y vuelven a sus poblados de cercos de madera y niños que saben usar una honda y una espada antes de los diez años. Había unos diez músicos, ocho hombres y una mujer, todos relativamente jóvenes, de menos de 30 años, altos y fuertes, con cuerpos musculados de trabajar y pelear por la propia vida, untados en óleos y, sobre estos, pigmentos de color naranja-rojizo y negro formando líneas y volutas. Aparte del calzado y un taparrabos, no vestían nada más salvo algún abalorio personal (collares, pulseras, etc.). Los bárbaros también creen en Shaereb, a su manera, y yo tengo la sospecha de que la sacerdotisa los trajo para hacernos ver de qué manera la civilización y la vida urbana han envejecido a un culto que teniendo al dios que tiene como objeto de culto nadie sabe cómo se ha acomodado y se ha vuelto conformista. Bueno, nadie… Al parecer ella sí lo ha visto. Muchos fieles han salido espantados del templo, mientras que otros se han entusiasmado y espontáneamente han comenzado a jalear y a corear los cantos casi primitivos de los salvajes.
Para la Liturgia, con un par de músicos de fondo, una niña salió a leer un texto. Le dio un vistazo y miró al público. La gente empezó a callarse mientras una bárbara rubia, con su pandereta, comenzaba un baile extraño, muy sensual, de movimientos largos y lentos, luego rápido, frenético, de nuevo lento, acompañado siempre por los ritmos que ella misma iba marcando. Entonces la sacerdotisa, apenas musitando unas palabras, hizo que la niña empezara a levitar. Sus cabellos flotaban, y ella misma se reía, hasta que se recompuso para empezar a leer su texto. Texto que, como toda la ciudad recuerda, no era un texto sagrado, sino una especie de canto de alabanza al pueblo que trabaja, que ama y que apenas cree, o que si lo hace, lo hacen con humildad; en esa lectura la niña -que por momentos hemos pensado no sabía qué leía y por momentos, por su entonación y énfasis, hemos estado convencidos de que entendía a la perfección el texto- fue desgranando con toda la gama de sentimientos a su alcance, todo el odio posible hacia los conformistas, los mansos, los ingenuos, los dóciles, los doblegados al poder. La pequeña empezó a llamar a la Revolución a cada uno de los presentes. Incluso algunos de los presentes, por su nombre y apellidos, con sentido del humor, contestaron. Marakel el herrero repuso que su yunque estaba listo para aplicarle el mazo a los adocenados, que empezaría con su mujer y los comodones de sus hijos, aunque el martillo dentro de su casa lo tenía ella… Ghorthalon el bufón le replicó a Nihamâ que ya que hablaba de cambiar y cambiar, por qué no compraba una pequeña tierra, la cultivaba junto a un hombre al que dejara meterle la mano por los refajos. La gente se rió pero sólo tras un pequeño, si bien tenso, silencio que coincidió además con el retorno al templo del hombre que había salido disparado al principio.
A continuación se representó por tres actores un momento de la vida de Shaereb. Hacía mucho tiempo que no se representaba la vida de Shaereb en el templo, puesto que los Sabios desaconsejaban que se perdiese el espíritu etéreo de Viento en pos de un “acercamiento de los secretos del culto a los villanos”. Pero Nihamâ estaba decidida a todo. Había contratado a unos actores extranjeros, y en una pequeña representación, Shaereb fue alternativamente una mujer de unos cincuenta años, un niño pelirrojo travieso, un anciano ciego y una hermosa joven bárbara, la misma que había bailado para todos. Lo que sucedía en la obra era extraño y posiblemente nadie lo entendió muy bien, porque los actores, a la mínima volaban, aparecía una pequeña tormenta desde dentro del templo o el viento arrojaba una lluvia imposible (e interior) a la cara de los espectadores, que asombrados hacían palmas y reían. Nihamâ se concentraba para dominar todos los vientos del templo. Rukelnâ, la Gran Hija que a veces se instala cerca de la casa de Sayipilay, vecino de la residencia del que escribe, le ha dicho a una familiar (la cuñada de éste) que eso fue una imprudencia, puesto que el poder de Shaereb podía habernos hecho pedazos a todos al convocar una tormenta dentro del templo.
El resto de la ceremonia ha estado a una altura similar. Los fieles salieron con los ojos abiertos, deseando una vida espectacular y pura, al menos tanto como el oficio del que habían sido testigos y partícipes. La milicia de la ciudad estaba a la salida. El Capitán de la Guardia Pretoriana entró directamente, con su brillante coraza dorada y sus armas colgando del cinto, hacia la sacristía. Algunos dicen que intentó agarrar del brazo y sacar a tirones a la Primera, pero aquí ya entran las habladurías y se inmiscuye la mentira y la imaginación popular, motivo por el cual nuestro informe concluirá aquí.
Shareb existe. Yo sé fehacientemente que existe y que no se trata únicamente de un fenómeno natural climático. Al haber hablado con él, haber viajado a planos místicos de la existencia desde un plano de la consciencia sereno, sin haber consumido plantas alucinógenas, ni drogas, ni alucinaciones, sin experiencias extremas sino sólo con la calma de la meditación, no tengo ninguna duda real de su existencia. Si esto es así, mi pregunta es, ¿cómo puedo estar perdiendo la fe?
Sabemos que la fe es la confianza en la existencia de lo que no se puede demostrar de manera objetiva. Yo me he levantado por los aires y he volado, y las gentes lo han visto. He salido al campo en comitiva, de mis ojos y de mis manos han brotado los rayos y he alejado las tormentas que habrían destrozado el grano que nos daría de comer la estación siguiente. Cuando ha sido necesario, me he puesto la Coraza de Ritos y he salido a la guerra con los reinos vecinos, a apoyar a nuestros soldados con la fuerza de los vientos. Todos lo han visto, pero yo ya no creo. ¿Se puede no creer en el sol que está amaneciendo sobre el horizonte? Tal vez sea lo que a mí me sucede, que mis ojos han soportado tanto tiempo este brillo que ya sólo deseo descansar la mirada, entornarlos, volver a la penumbra ignorante, descansar, posarme como una mota de polvo hasta el final del tiempo. Si se puede creer en la fidelidad de un amante ausente, ¿cómo no se podrá creer en al agua que se bebe o en los paños que se tocan con el dorso de la mano? ¿Tal vez porque otras creencias se imponen sobre las viejas, porque cambiamos una prenda por otra, ya que no podemos vestir ambas a la vez? Quisiera creer que no somos así de simples, pero mi fatiga me lo impide. No tengo más de 28 años, y hablo ya como una anciana haría, mirando atrás con pena por lo que pronto va a dejar de suceder. Las dudas, dicen, son un nuevo comenzar: que así sea, mientras tanto.
(C) El Cuentacuentos