La larga coda de la muerte
Me desperté el dieciséis de setiembre ya sin trabajo. La reestructuración de la plantilla del Independiente supuso el argumento necesario para el despido, cuya premisa, cinco semanas antes, había sido un reportaje de una página y media sacando los colores al Consejero de Cultura. Si era eso necesario, me había preguntado Fuentes, el redactor jefe. No vino de él, claro, el encargo. Pero después de quince días de trabajo, contesté afirmativamente. Si hay un independiente, con honradas minúsculas, en esta historia, ése soy yo, que vendo mis artículos a distintos medios y que cobro por trabajo finalizado. No digo que quizá no me equivocase o en el tono o en alguna aserción, pero el pago de mi alquiler y de los libros de Clara, mi hija, la hija de Sara, mi mujer, es decir, mi hija, me impidieron retrasarlo los diez días más que hubiese necesitado para reelaborarlo.
Y ahora estoy en la calle. El Independiente tiene mucha influencia en esta ciudad, y no voy a volver a ejercer mi profesión aquí; tal vez acabe mudándome en unos días. Pero un periodista nunca debe separarse de su cuaderno y su bolígrafo, y sobre todo nunca debe dejar de escribir. Así es que he pensado en componer la crónica de mi desempleo, que serán estas páginas que continúan.
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Durante estos días parece confirmarse mi (mala) intuición. Mala como negativa y pesimista. En una crónica, “agorera” quizá no sea el adjetivo correcto, o válido, pero así ha acabado sucediendo, y como yo soy mi propio lector y me entiendo, me vale tanto la palabra como saber que así ha acabado sucediendo: que pensé mal y acerté.
Cada mañana me levanto. Mi trabajo es buscar trabajo. Es un trabajo mal remunerado. (Aún tengo humor, eso me alegra). No me ofrecen nada. Alguien de mi recorrido laboral no se las ve con los filtros, por usar otro eufemismo, que son los departamentos de recursos humanos. Bien pensado, y desde la perspectiva más oscura, esa expresión no es ningún eufemismo. Ayer me ofrecí al redactor jefe de informativos de Canal 11, donde sé que necesitan a dos reporteros y una redactora –por los cupos paritarios-, pero Antonio R., a quien conozco desde hace más de cinco años, me miró a los ojos y me mintió. Salí de allí incómodo, y pospuse las siguientes citas del día. Por lo visto, mi valor –en todos los sentidos de esta palabra- sólo se manifiesta tras la atalaya de una cámara o una libreta.
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No voy a escribir sobre esto. Lo dejo. Han pasado seis meses. La única constante es la inconstancia, y tal vez el bar. Las ausencias de Sara y de Clara también se me hacen presentes a cada momento en mi casa extraña. No sé cuánto tiempo van a tardar en desahuciarme.
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Ayer estuve casi a punto. Me había duchado, y me había afeitado, no a contrapelo pero en sí ya era un acto enormemente importante. Me puse el jersey que había guardado para el momento, para ese momento, porque éste era ese momento, el jersey gris de punto de cuello vuelto. Aún olía al suavizante que le ponía Clara. Olía como cuando tendía una lavadora con calcetines de niña y rebecas de mi mujer, y mi ropa no llegaba a suponer la mitad del tendedero, y lo hacía a gusto y sin prisa.
Ella me llamó ayer, después, y yo entendí que no fueran a regresar. Además de eso, de poca cosa más me enteré, aparte de su tono de voz. Venía del bar, estaba bastante borracho; ella lo supo a la segunda frase, pero no lo mencionó. Tampoco se apresuró especialmente en colgar. Me quiso bien cuando estuvimos juntos, y me quiso bien ayer. La echaré de menos. A las dos. Sé que algún día me cruzaré con ellas, habiendo decidido en el último momento cambiar de trayectoria, y que ahí estarán las dos. Será un destino. Y lo que es más importante: Sara no se irá discreta y velozmente del brazo de nadie, y tampoco forzará a Clara a mirar hacia otra parte. ¡Mejor que tenga preparado entonces por qué huelo tan mal, por qué tengo los ojos rojos y por qué he dado un traspiés si no había nada con qué tropezarse!
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Ha pasado un año- Acabo de tomar una cerveza, sólo una cerveza. Releo. La última vez que escribí me dejé llevar por los detalles. Estoy como un novelista; es más frecuente el novelista alcohólico que el periodista alcohólico. Pero las noticias no se escriben así. Yo escribía noticias. Aún podría hacerlo. Esta mañana estoy sobrio. Al menos en un par de horas no voy a beber nada.
Voy a ir dando cuentas. O a lo mejor debería decir “rindiendo” cuentas. La verdad es que ya no borro ni tacho. ¿Para qué?
La primera cuenta saldada será la de mi historia. Faltaban datos: era una entrevista de trabajo. Me llevé mis entrevistas y mis fotos. Soy un fotógrafo decente; bueno, ahora el sol me deslumbra y las manos me tiemblan, aunque hay un botón en la cámara para lo segundo. Al tipo le gustó, era matar dos pájaros de un solo tiro-salario. Pero quiso cerrar el trato en el bar de la esquina con dos whiskeys a media mañana. Hay gente que bebe mucho –y luego estamos nosotros, claro- que además son siempre de un tipo concreto: son grandes, de hombros y cuello muy anchos, con la voz muy resonante y gestos que no admiten réplica ni diálogo. Con whiskey se fue. Se fue todo.
La segunda cuenta ha sido con la familia. Este mes mismo ha pasado. Son gente normal, un poco de derechas, un poco religiosos, un poco racistas y bastante cariñosos. Mi padre, con su asma y su bar, como siempre, igual que mi madre en las dos cocinas y fregando los dos suelos. Cuando era niño le pegaba a los clientes que tiraban los palillos, las servilletas y los huesos de oliva al suelo, hasta que mi padre me dio una bofetada entre las risas de los de siempre. También tengo dos hermanas. Una mañana me cogió el cuerpo en hacer tonterías: me fui a otra oficina del banco distinta de la de siempre y a mis padres les hice una transferencia por algo más de la mitad de lo que aún no me había bebido del paro. Como remitente puse "www.loteriaamigaonline.com". Salí riéndome de las oficinas, y seguí así, a carcajadas, durante un buen rato. La gente me miraba y condenaba sin saber ni entender nada, pero yo sólo podía imaginarme las ingenuas caras de mis padres, felices, infantiles, y a las tontas de mis hermanas explicándoles que en Internet hay muchos juegos de azar y loterías y…
La tercera cuenta es con el farmacéutico. Si no estoy borracho, raro, no puedo dormir. Estos días he ido hablando con él. Desde siempre, hablar no se me ha dado mal. Es sólo ir diciéndole a la gente lo maravillosa y asombrosa que es, haciéndolo con la necesaria dosificación para que no sospechen. Me ha costado semanas de oír hablar de un Toyota a buen precio, del aparcamiento en el barrio, de estudios estadísticos sin datos sobre las preferencias sexuales de los clientes según grupo social, según franja de edad, según opción política y según estatura, de oír maldecir de Hacienda y de las injusticias estatales… Pero si no lo hubiera hecho, Chema no me habría dado los tranquilizantes. Ahora ya es igual.
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Bien pensado, en realidad podría comenzar mi historia desde aquí: un día me desperté con la idea de que ya no me quedaba nada que hacer en el mundo.
Considerando, tras el prólogo, que todo estaba o hecho o descartado, tuve un momento de relajación. La frase original no tiene el giro “con la idea de que” sino el verbo “pensando”, pero lo acabo de sustituir para evitar las repeticiones.
Mi deseo en ese momento fue sonreír solo y recibir un hermoso rayo de sol en plena cara. Pero el día estaba nublado, y el gris preocupante del paisaje aéreo sólo se proyectaba en el gris preocupado de las aceras y el mobiliario urbano. Bueno, y en los vehículos masculinos. Bueno, y en los vestidos, masculinos y femeninos, y los trajes y el mobiliario urbano. Así pues, no hubo gloria el día de mi muerte. El fatum no tiene mucho talento estético, en realidad.
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Quien me lea tiene que estar dándose cuenta del truco: “Pero si no lo hubiera hecho, Chema no me habría dado los tranquilizantes. Ahora ya da igual.” Y también: “no hubo gloria el día de mi muerte”. No se puede escribir de la propia muerte en pasado sino en las siguientes circunstancias:
- Se especula ficticiamente, escribiendo antes del suicidio.
- Se inventa un alter ego, se mata con blandura al yo real y se sigue la vida.
- Es todo una paradoja. Las premisas resultan inoperantes –aunque no así los argumentos, perfectamente útiles- y deben ser renegociadas antes de volver a considerar plausible la tesis.
Con frialdad, afirmo que he empezado a ser incapaz de empatizar con nada ni con nadie, pero también afirmo que esto no aplicable a los problemas racionales; puede incluso que mienta. Una vez lejos de todo –de ahora en adelante uso el tiempo presente- y lejos de todos, decido suicidarme. Para ello consigo fuertes medicamentos para el sueño, y los ingiero masivamente. Me meto en la cama. He concebido algunas puestas en escena, pero no hay retribución que hacer: ella y la niña han cumplido, la despedida de los padres está hecha, amigos no quedan, ni cuentas pendientes me quedan a mí con ellos. Me pongo en postura fetal, esperando. Esto parece aburrido, quién lo iba a decir.
De repente vislumbro lo impensable: yo fui periodista –yo soy periodista-, y puedo guardar registro de lo que miles de millones de personas han ansiado saber. ¿Qué es la muerte? ¿Qué es morir? ¿Qué hay después?
Levantar los párpados es un esfuerzo severo. Caminar, o gatear, por última vez de camino al cajón donde quedaron olvidadas la libreta o la grabadora cuesta tanto como hace treinta y dos años costó la primera vez que lo hice.
En la mano tengo por fin mi grabadora. Jamás he deseado tanto de un fetiche como éste; al pensar en lo que podrá contar a generaciones futuras, acaricio sus aristas y vértices suavemente angulosos, repasando en mi mente sus zonas desgastadas, sus colores planos y su diseño recién anticuado.
Según muero, voy adormilándome lentamente. Por eso he elegido este medio, y he rechazado otros más terminantes y certeros. Las sábanas se hacen más cómodas. Visto mi pijama, y sólo mi olor a whiskey y a tabaco estropean un poco el cuadro. Si no fuera por ellos, sonreiría y musitaría en voz baja: “mamá”. Quizá lo haga.
Ya debo terminar. Comprendo que no hay nada. No veo el cielo, ni las nubes, no hay túnicas, no hay barbudos, ni ecuánimes, ni coléricos, ni paternales, no hay diablos, no hay condenados, no hay nada de lo que decía Dante, no me están dirigiendo hacia un nuevo cuerpo, por lo que Platón y el hinduismo no parecen haber acertado, tampoco creo ver cuarenta vírgenes para mí solo, será que no cumplí los requisitos, la virgen María no consuela ni selecciona, debe estar en otra parte, o en ninguna parte, no entro en combustión espontánea ni me convierto en un haz luminoso que recorra las galaxias, no me convierto tampoco en un ánima en pena porque al estar muriendo aún cuento el goteo del tiempo en cada sílaba, mi percepción se sabe en los momentos finales, pero al haber cerebro aún hay vida.
Entonces es cuando mi cerebro demente se ríe de mí y me da, por último, una visión. Una túnica alta con formas de mujer que porta una guadaña en sus manos y que me aguarda de espaldas, que me habla con una suave voz ronca, de mujer, como la de Linda Fiorentino, y que al volverse es sólo calavera sin carne, aliento insípido de vacío.
¿Hay algo?
Nada. Ni yo.
Entonces muer…
Notas del escritor:
Escribir con un buen bolígrafo sobre folios viejos oyendo un posmoderno doo-wop rockabilly en la voz de Imelda May es un buen estímulo para empezar a escribir. De este modo, sin más preámbulos, lo haré.
Pero vaya aún un mentiroso párrafo. Tengo que escribir, pero, ¿sobre qué? Ficción, eso es. Está claro. Debe, además, permitir que me aleje una kilométrica distancia de mi comedor.
Empezaré con la última parte del cuento. Luego habrá que ordenar todo, y revisar.
Escribiré sobre un periodista que hace un reportaje a la muerte. Al final, ella no le permite llevarse el texto. Por este motivo, el narrador debe intervenir y afirmar abiertamente la mentira de sus palabras. Por ejemplo así:
En este punto debo intervenir y responsabilizarme de mis palabras. Yo, Evaristo Aguirre, abogado de profesión y escritor aficionado, soy quien ha ideado y redactado el cuento anterior. No hay ningún periodista de lo trascendente ni, por supuesto, la muerte es un enigmático fantoche de género femenino armado con una guadaña de tamaño familiar –aunque, para qué engañarnos, ojalá existiera y tuviera la voz de Linda Fiorentino en La última seducción o en Jade.
Ante esto surgen dos preguntas: ¿por qué?, y, también, ¿para qué?
Por qué escribimos los escritores es una cuestión de muy difícil respuesta. Algunos lo hacen porque en su vida poseen tan poco que sólo imaginarse los directores de semejante orquesta sinfónica que es el más pequeño de los epigramas ya debe suponerles una compensación o una retribución muy grande. Podría poner muchos ejemplos de pequeños hombres necesitados de hallar en algún lugar las especias de una vida insulsa; pero lo intrigante surgiría menos en éstos -que de alguna manera pueden excusar el pecado de la pluma- que en los muy reconocidos, los que son fotografiados con y sin el cigarro encendido, en exteriores y en interiores, los que no lamentan en exceso la promoción devorando el tiempo de la redacción. La existencia de este tipo de autores, dueños de prestigio, opinión, riqueza y supuestamente sexo, matiza las causas de aquellos miserables, y convierte el acto de ficcionar –me gusta más que ficcionalizar, aunque dudo de su existencia en el diccionario- en una cuestión de modo y no tanto de grado. No es tanto ser alguien de no ser nada, sino ser otro, casi cualquiera. La peor maldición del ser humano es doble: morir siendo uno. Cuando uno se puede arrojar a las estrellas de la mente y descubre, atónito, que ésta, es decir, el alma, sabe volar, la desdicha de no haber apenas logrado despojarse de la propia piel es enorme. La curiosidad camina muy digna por encima de la moral cuando uno se imagina cómo sería tener valentía, como sería quedarse huérfano a los diez años, cómo sería amar a un hombre, cómo sería tener las manos con tres dedos y cola puntiaguda, cómo sería haber amado a Nefertiti o a una partisana en el año 43, cómo sería cargar con la madre de uno –si uno es Michael K- muerta en la cuneta de una carretera de un país en una guerra civil que uno no entiende.
Pero, ¿y para qué? Por qué y para qué son dos conceptos que mi pequeña cabeza de jurista de múltiples promociones no encuentra sencillo distinguir ni divorciar. Digamos que va a ser el objeto de haber quitado la capucha a este buen bolígrafo robado en el bufete. Ha habido quien travestía su alma para calmar su pequeñez, pero como dije antes buscaremos ahora otras razones. U otros objetivos.
La ficción sirve para ser más humano. Convertirse en otro hace que el escritor empatice con el sujeto de su estudio: lo puede detestar y rechazar, pero lo comprenderá, esto es, lo “comprehenderá”. Habrá latido al ritmo de su personaje, y aun en la trinchera del análisis, habrá sentido los ojos de la criatura clavársele en los suyos, no como un moderno Prometeo sino como un moderno Frankenstein.
Además, la ficción es una mascarada soberbia. Los seres humanos no podemos resistir durante mucho tiempo la quemadora pureza de los absolutos; así, inventamos refinadísimos filtros y disfraces para las palabras más invencibles. El engaño, la ficción, la historia, el personaje concreto, la descripción detallista, en muchos casos no son sino el velo que oculta a un humano que trata de enlazar su alma con otro humano.
No quería, pero lo he hecho. Con mi voluntaria teoría literaria he desnudado también mi cuento y toda mi escritura. Yo soy real; en estos momentos, que cuando leas siempre serán otros, pienso, en el salón de mi vivienda en el número doce de la calle Periodista Matías Prats, en la muerte, y pienso en el deseo de saber. Un periodista es un profesional de la búsqueda de informaciones desconocidas, y por eso he decidido que en mi texto habrá periodistas. Los intelectuales aducen que las historias humanas incluyen sucesos en el tiempo y ligados por principios de causalidad, es decir, que en un cuento lo que se cuenta antes lleva a lo que se cuenta después. Esto, tan científicamente expuesto, me fuerza a escribir un relato, aun cuando las ideas que quiero expandir, pese a que tengan una historia (Historia, que dirían los ingleses) son simultáneas en el tiempo; la causalidad me ayuda, la temporalidad me place.
Es un relato, pero en su mayoría dialogado. He pensado durante largo tiempo en escribir un diálogo completo, pero he optado por el medio diálogo incluso sin estar muy convencido de ello. El diálogo comportaba la coexistencia y relación pacífica de ideas. Pero las mías y las otras son incompatibles.
La literatura es magia, magia de verdad, el más poderoso arte demoníaco que nunca se haya fabulado; pero al contrario que el ilusionismo de naipes y conejos, contar sus intimidades no la despoja de su potencia, sino que la vuelve aún más sensual.
Por esto escribí así.
Cieza, primavera de 2003.
(c) El cuentacuentos