Al empezar a escribir sobre una página en blanco, la soledad absoluta de quien empieza a decir sus inanes palabras y la necesidad íntima y dolorosa de esa sensación se convierten en íntimas compañeras del hombre que se mira ante el espejo o espejismo de la nada. El ¿y ahora qué? que surge ante la demanda de sucesos necesarios, o incluso mínimamente significativos, es la calígine que impera en la llano yermo de la vida. Los ruidos del existir antes altivamente considerados molestos ahora son buscados y no hallados, como una Roma a que peregrino busca mas que ya no existe. Los demás antes estaban ahí, y su presencia antes tenía un sentido matemático, un más o un menos, pero sobre todo, ahora, tiene un valor absoluto, que se ha reducido al cero, a la nada.
Visto que se está tan solo, pero que aún así el mundo no puede ser una oración impersonal, y que la primera persona nunca se fue, se imponen los fetiches. Somos la suma sacerdotisa de nuestra vida: seremos, lo quieran o no, capaces de poblarla. Aun los hombres, los machos, podemos crear vida. En realidad, ni siquiera las hembras pueden hacerlo, como, al llegar la adolescencia de las hijas, las madres capaces empiezan con añoranza a descubrir. Creamos vida. ¡Creemos vida! Pero la vida se ha rebelado siempre contra su creador: los hijos sobreviven a sus padres –nada más traidor-, las especies nuevas acaban con las viejas que las engendraron, e incluso las grandes compañías, ésas que aún resuenan en medio de la noche del descubrimiento de la vejez –en torno a los veinte años- abandonan su cuna y fluyen como energía abstracta hacia los vórtices de nuevos estados.
No hemos creído en Dios, no creemos en él –ja, ja, no iba a ser ella- ni creeremos nunca, ni siquiera cuando el cáncer sople su trompeta victoriosa en las murallas de nuestras médulas corrompidas… Y nosotros mismos somos Dios.
¿Qué es el pasado? ¿Cuántas veces más se escribirá sobre el pasado? ¿Cuánta gente más capaz que yo lo hará? Aún enseño en mis clases a los niños censurándome las palabras de Thomas Von Aschenbach en su novela La montaña mágica sobre el tiempo, que seguro aprendió de otro. Pero eran bellísimas: sobre la experiencia y el recuerdo, cómo mantienen una paradójica, sardónica, divertida, cruel, relación de proporción inversa. No repetiré aquí sus conceptos, yo los sé; este libelo jamás lo leerá persona alguna además de mí. No repetiré, dije, sus ideas, pero, ¿qué es el pasado? En algún momento que no sé cuándo ha existido o cuándo existirá, en algún instante que no es el presente –que es aún más complejo de definir, puesto que el presente es el casi-no-ser- afirmo que yo he vivido, he sentido o he iluminado, he imaginado o pergeñado. Sin complementos. He experimentado o he soñado que lo he hecho, a quién importa cuál de ambas, tal vez a Segismundo. Es el curriculum vitae de mi estar: yo he latido.
Creamos, no creemos. Un Appendix probi de la vida al ir muriendo. En cierto momento he sentido algo. Ahora estoy solo. Me pregunto durante escasos instantes qué hacer. En torno a mí todo es silencio. Dentro de mí todo es clamor. Todo mi cuerpo me proporciona la respuesta: “Vuelve a traérnoslo”. Pero no puedo; no de cualquier manera: el vínculo se debilita, y el recuerdo jadea en el tránsito de las dudas, corriendo del peligro de perderse en las posibilidades, que todo lo devalúan. “Fue así”, con un “así” fascista, es lo que necesitamos.
¿Y cómo fue? Así. Los fetiches despiertan a los fantasmas, y entonces estamos ni muertos ni vivos, porque hemos entrado en el torbellino del recuerdo recurrente, y no morimos porque sentimos, o más precisamente, volvemos a sentir; y no vivimos, porque ya no vuelve a caber experiencia nueva. Pero da todo igual, ya que no estamos solos. En la casa del juguetero, el silencio de los pasillos no lo rompen las visitas, sino los juguetes. Y en ese limbo eterno nos mantenemos unos pocos años hasta la cierta serenidad de la muerte, la real.
(c) El Cuentacuentos
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