Este es un libro-metáfora. ¿Cuál es la magia de la metáfora? ¿Por qué los escritores -los de verdad, no los vende-churros- se empeñan en usar esa palabra -metáfora- como si del santo grial se tratara? ¿Qué hace que la metáfora sea la ambrosía -o el néctar, nunca recuedo- de la inmortalidad?
En una clase en la facultad, el profesor Polo nos dijo unas palabra muy sabias sobre la metáfora:
-Una metáfora es lo que sustituye, pero nunca deja de ser del todo lo sustituido.
Está claro que cito de memoria quince años después; quien haya leído al profesor Polo sabrá reconstruir su estilo. Mi amigo José Oscar López, el poeta que escribe el blog
Un mundo flotante, dijo en un recital otras palabras tanto o más sabias que las suyas.
-Suelo empezar mis clases de Literatura con Parménides.
-¿En el instituto?
-Sí.
-Valiente...
-Les digo que a Parménides se le atribuye una frase importantísima de la Filosofía: "lo que es, es". Ellos me contestan: "pues ya le vale, eso también lo sé yo".
-¿Y eso qué...?
-¿Que qué tiene que ver? Pues entonces, cuando ya están mosqueados sigo: una metáfora hace que lo que sea, sea, pero que también sea otra cosa más.
También cito de memoria, aunque de menos tiempo; del recital de hace unas semanas en el bar Zalacaín. El caso es que me gustó la frase y la usé yo también dando mis clases, y la verdad es que a mis alumnos también les hizo tilín.
¿Y qué tiene todo esto que ver con Océano mar? Bueno. Podemos decir que el mar, y que el océano, además de inmensos, son inaprehensibles. Inaprehensible es esta novela. Y juguetona, vaya si lo es.
¿Cuándo, dónde sucede la novela? Menos aún que en Seda, en esta novela Baricco no nos da demasiados datos para poder encajarla en ningún puzzle histórico. Se puede entender que es la época de la navegación, quizá el siglo XVIII o el XVII, y que transcurre por algún lugar europeo no demasiado al interior. Más bien la costa o en alta mar. Pero, ¿qué mar? Por lo que a mí me ha impresionado en mi vida, sería el Atlántico, pero para otro, otro mar se podrá poner en su lugar.
Pero una novela no es juguetona por el mero hecho de que no ponga demasiado empeño en localizarse espaciotemporalmente. Sí es juguetona cuando cada capítulo está escrito con unas premisas de estilo diferentes. Un capítulo es un diálogo narrativo. Otro capítulo es un medio diálogo narrativo. Otro es un diálogo teatral. Otro es un cuento. Otro es una novela sentimental. Otro es un catálogo de pinturas. Otro es de raigambre borgiana. En otro leemos un homenaje a Monterroso. Otras son relatos casi infantiles, o directamente infantiles.
La novela tiene tres partes, que me gusta pensar como el avance, el rompiente y la resaca de la ola. La primera es una larga cantidad de presentaciones de personajes alternadas: qué lleva a los personajes a acercarse a la posada Almayer, el lugar de autodescubrimiento. La segunda me recuerda un poco al Relato de Arthur Gordon Pym, de Edgar Alan Poe, y se trata de un tensísimo relato de viajes y derivas. La tercera trata de cerrar el círculo con los personajes, y al igual que al final de la primera, bastantes de las historias se relacionan hasta el punto de no terminar sino unas en otras. Los personajes de la segunda parte también se han relacionado con los de la primera y con los de la tercera.
Como dice Milan Kundera, los personajes no tienen vida real sino que nacen de algunas ideas. De todos me quedo con la pareja Bartleboom-Plasson, el científico y el pintor. No puedo sino quitarme el sombrero ante esos dos personajes que buscan el inicio y el fin de lo inabarcable (el mar). El pintor, acostumbrado a empezar a pintar por los ojos, no puede comenzar a pintar el mar y sus cuadros son blancos; el científico busca cada tarde dónde está el límite del mar, y tampoco lo encuentra. ¡Qué nuestro, de las pequeñas y ambiciosas personas, ese intento! Otros personajes también interesantes, aunque igualmente planos, son Thomas-Adams, Edelwin y Ann Deverià. A los niños mágicos yo no les he encontrado mucho interés.
Sentido del humor no le falta a la novela. Pocas veces llama a romperse la mandíbula, pero cuando no fascina o atemoriza o adormece tiernamente, sí que despierta -a mí al menos- una ligera sonrisa menos bobalicona que humana. Pero además de sentido del humor, vamos a encontrarnos entre las selectas palabras de Baricco con algunas observaciones sobre la vida de las que a uno lo cogen en jaque. Recuerdo en especial un amargo pensamiento sobre el conocimiento y la necesidad del dolor para alcanzarlo, al final de la segunda parte, que me dejó pensando durante mucho tiempo.
Por razones como esta, puedo decir que Océano mar ha sido una estupenda novela que he tenido el placer este último mes y que recomiendo a todo aquel al que le apetezca ser sorprendido. Para leer lo que ya esperáis leer, mejor buscad a otro.
Nota: creo ver un pequeño fallo de traducción en el título. Hace mucho tiempo, al océano atlántico se le llamaba "la mar océana"; a lo mejor es una concesión a las resonancias poéticas que crea ese título.