Ocho de la mañana
A ti
No podía dormir, y se levantó pronto esa mañana ella. Una mala noche había dado al traste con su buen intento de llevar su cuerpo al simple hecho de no empeorar las cosas, y enseguida entendió que a la enorme angustia que habría de soportar debería añadir el malestar general y la fiebre propia de esas malas noches que con una frecuencia cada vez mayor se apropiaban de su vida cotidiana.
Se levantó pronto, o más bien decidió abandonar la quimera lacerante del sueño, pues en la vigilia seguía siendo asaltada por las visiones y los recuerdos que nunca había vivido. Hacía ya tantos años que no podía dormir y no recordar... En ocasiones había escuchado decir a los chicos que cuando se encontraban con problemas de sueño, una incursión de la mano en la ropa interior había resuelto todos los problemas. No podía permitirse la locura, todavía no.
Y ella necesitaba de todas las maneras posibles ese certificado; estaba claro que se trataba del examen más importante de su vida, y preferiría morir antes que contarle a nadie lo de los sueños de sangre. Volvió a pensar en eso. Se lamentó de haberse lavado la cara, la maldita agua fría. Abandonó a mitad la maniobra de ponerse los pantalones. Los bajó con rabia e impaciencia, pero el sudor los hacía aferrarse a sus muslos; nunca unas calcetas habían sido tan absurdas.
Por fin volvió a la cama, pensándolo. Cerró si cabía aun un poco más los estores y vigiló a conciencia la intolerancia de sus cortinas de niña a los rayos de sol. La puerta estaba cerrada también y los niñatos del piso no la molestarían; tras sus orgías de coca, alcohol y nenas del grupo que nunca llevarían a cabo suficiente tenían con no pisar con demasiada fuerza al otro lado de la línea. Por ello se sintió segura, aunque hiciera tanto tiempo de aquello… René respiró, cuatro veces. René se metió la mano por dentro de la cintura del viejo pantalón gris de deporte y se quedó encogida sobre su costado derecho, como hacía de pequeña cuando las pesadillas la asaltaban y mamá le permitía entrar en su cama. Sintió su mano cálida y culpable avanzar por su vientre hacia su pubis. Comenzó a llenarse la palma con el vello tanto tiempo sin ser recortado, para qué. Palpó y encontró su sexo, sus muslos, su húmedo olvido. No más pesadillas. Palpó y registró con la mano derecha, tapada con su cuerpo por si acaso aparecía alguien, y allí estaba todo: sólo el roce de la yema de su corazón le arrancó una dolorosa electricidad cabalgando a lo largo de su espalda. Se agarró con la mano entera, sintió las uñas clavársele en la carne ciega, sus muslos se volvieron hacia si mismos como antipétalos de la flor que se cierra y no se abre, sintió las uñas, las garras, en su carne ciega. El maniquí lleno de maquillaje y de fingida bondad la agarró con toda su potencia de metal. Salía de las publicidades de las marquesinas de autobús, de los anuncios de colonias o de presentar programas de variedades, y hundía garras húmedas en sus antebrazos, y no se podía escapar, no podía escapar de él. Él no era tierno; sólo la cogía por la cabeza, y su aliento hedía. La hundía y la aplastaba contra la pared y contra el suelo, y la penetraba sin amor entre la vigilia y el adiós. No podía ahora ser otro sueño. La penetraban y era todo dolor. Apretó con fuerza sobre su clítoris para despertar o quien sabe para qué. Dudar de nuevo si todo no era otra pesadilla, de que el maniquí no se había marchado. La sangre volvió, vieja e inacostumbrada, el sinsentido. Entonces supo que había estado soñando y que el mundo malo no se iría. Con todo el asco que pudo se limpió los jugos en su sábana y en su pantalón.
Oyó un golpe o un portazo, y retiró la mano. El corazón latía vergüenza. Jamás estuvo tan despierta, bocabajo, las manos a la vista. Las lágrimas volvieron. El maniquí no estaba, sólo la risa velada de alguien en el lavabo, y ella que tan sólo quería dormir. Sólo quería descansar. Sólo quería el abrazo relajante de la oscura alegría, el abandono y la muerte por fin, por fin, por fin.
(c) El Cuentacuentos