El baño de Minuka
Poco después de que empezara a caer la noche, llegaron.
La tarde había sido bastante fría. Era un día cualquiera de invierno, igual que cualquier otro: en nada se había distinguido esa corta tarde de lucha por la supervivencia, de esfuerzo colectivo y de anhelo de algo más de calor corporal. Por ello, nadie en la tribu habría pensado que eso podía siquiera suceder.
Pero sucedió. Vaya si sucedió.
Minuka andaba pensando en el viento que se le colaba entre las pieles que le vestían. Sólo soñaba con un rápido saludo a su mujer y a sus hijos, que estarían esperándolo para jugar con él y enseguida, corriendo hacia el lago. Un lago de agua caliente era una bendición por la que se seguía agradeciendo a Kourai cada dos meses con un sacrificio de dos venados que luego eran asados en una fiesta para todo el pueblo. Al fin y al cabo, Kourai era un dios muy generoso, y la mejor manera de darle gracias era disfrutar de su generosidad. Por el momento él iba a hacerlo.
Tura estaba esperándolo con la cena hecha. Eso supuso para él un inconveniente, claro. Tura estaba embarazada de su tercer hijo, había que ser agradable con ella. Éste iba a ser un varón, porque en su familia siempre habían alternado un varón y una hembra. Los ancianos los respetaban mucho porque eran el símbolo del equilibrio de Ruhare, la esposa de Kourai, hasta el grado de ponerlos como ejemplo casi siempre. Pero volviendo a Minuka, su problema era que, ahora, cenar, con el pelo mojado de sudor, tras toda una tarde de cargar troncos en el carro de mulos... En ese momento oyó algo. Minuka puso su mano sobre la boca de su mujer, que se quedó expectante, en silencio; por un instante se oyeron las aves chillando en el enorme cielo. Entonces, cuando Torari entró en la cabaña, Minuka se le echó encima derribándolo al suelo. Torari, sorprendido, dio un grito asustado, y luego empezó a reír con su padre, los dos en el suelo. Minuka le dijo a su mujer Tura que se iba con el niño a bañarse al lago. Ella, todo menos estúpida, se resignó con una sonrisa que prometía algún tipo de venganza, tal vez en lo sazonado del plato.
Minuka se empezó a despojar de su ropa en primer lugar. Cuando ya sólo le quedaba una camisa, las botas y un calzón largo por quitarse, desnudó a su hijo, lo metió en el agua y acabó con lo que le faltaba. El agua era una delicia. El lago se encontraba algo apartado del poblado. Los trinos de los pájaros aún podían escucharse.
-Torari, ¿qué has hecho hoy?
-He estado con el tío Guna.
-¿Qué te ha enseñado hoy el tío?
-Me ha dicho que aunque las mujeres sean las que cosen siempre las pieles, hay que estar preparado por si se te rajan los pantalones y los tienes que coser a mitad de una cacería. ¿Tú sabes coser, papá?
-Claro que sé coser, Torari.
-Pero si tú eres cazador, papá... Aru, por ejemplo, no sabe...
-Lo de tu hermana...
-Papá, ¿y sabes pescar también?
-Sí.
-¿Y sabes hacer el pan en el horno?
-¿Tú qué crees?
-¡Sabes hacer un montón de cosas!
-Y, ¿a qué no sabes qué otra cosa sé hacer? Pues también sé descansar en silencio disfrutando de mi baño.
-¿Qué? Ah...
Torari cerró la boca, e imitando a su padre entrecerró los ojos. El agua templada relajaba los cuerpos y dejaba a los hombres, grandes y pequeños, en brazos de la noche. Torari deseó dormirse, y Minuka deseó que Torari estuviera dormido para poseer a su mujer. Cuando su mujer había estado asando ciervo las mejillas se le ponían de un color rojizo delicioso, y su cuerpo estaba caliente y olía tan bien...
Pensó por fin Minuka que era hora de volver. Entreabrió los ojos, y vio pequeñas ondas en el agua, lo cual no le causó ninguna sensación al principio. Torari, los niños que se mueven como rabo de lagarto...
-Papá, ¿te has despertado ya? -le preguntó la voz de Torari, desde detrás de él. Se despertó. Las ondas seguían. Se repetían rítmicamente. Minuka parpadeó. Su mente funcionaba a demasiada poca velocidad.
-¡Torari! ¡Corre! ¡Corre al pueblo! ¡Corre tan rápido como puedas!
-¿Papá?
-¡Corre! ¡Corre, Torari!
Entonces empezó a retumbar algo más que la superfice del lago. Toda la llanura empezó a retumbar. Minuka se ponía los pantalones tan rápido como le era posible, ansiosamente sin perder la mirada del bosque del sur, que cerraba las montañas a la mirada de los hombres.
Una de las patas de los pantalones estaba vuelta. Minuka perdió el equilibrio y cayó de frente. Se volvió. En ese momento vio salir de golpe, del bosque, los caballos negros. Los caballos. Corrían a gran velocidad hacia el pueblo. Los hombres giraban las espadas y las hachas en el aire sin dejar de galopar. Algunos portaban antorchas.
Los caballos iban directos al pueblo. Torari corría en dirección al pueblo. Dos jinetes cambiaron ligeramente su rumbo, saliéndose de la manada. Torari siguió corriendo sin darse la vuelta, oyendo cada vez más cerca el retumbar de los cascos sobre el suelo, los terrones herbáceos que saltaban. Pero ellos corrían más. Un caballo lo derribó, los cascos del otro lo dejaron como la tierra a su paso. Volvieron al grupo. Y Minuka, desde lejos, lloró.
Así llegaron los jinetes.
El pueblo estaba aún menos preparado: Torari al menos había sabido que tenía que haber huido de ellos como de los demonios que eran, aunque no hubiera podido hacerlo
Un grupo de ocho jinetes abrió la expedición. El primero de ellos, antes de llegar a las primeras casas, tiró al suelo con violencia a Muno, que estaba cerrando el cobertizo donde guardaban a los animales. Al caer contra la empalizada se quebró el cuello, pero detalle tan imperceptible no retrajo al segundo jinete para empalarlo a la carga con su lanza de acero, y el joven quedó allí muerto, sin haber podido siquiera gritar.
Quien sí gritó fue su hermana Muia al ver los despojos de su mellizo, con cuyo espíritu los ancianos decían que siempre estaría vinculada. Un bárbaro desmontó, rompió la puerta y la agarró por su melena negra con la mano izquierda. Ella gritaba. Con la mano derecha le clavó una espada corta mellada varias veces en el pecho y en el abdomen para que se callara, hasta que en pocos segundos el cuerpo cayó inerte y sanguinolento. Su madre Munati ya estaba enloquecida de dolor cuando de un tajo oblicuo la asesinaron.
En la calle era todo alboroto y gritería. Los salvajes tiraban las puertas de las casas o las quemaban con sus antorchas. De la casa de Rewika, el anciano, salió una irreconocible brasa viviente envuelta en fuego, como pasó también con la de Panu y Liga. El anciano ardió en la tierra hasta morir. Al curtidor le dispararon dos flechas, en el cuello y en el abdomen, que no bastaron para ahorrarle la agonía de las llamas. Liga chillaba y lloraba con un balde de agua en las manos. Un salvaje debió oírla a través de su yelmo de acero negro, y de un violento golpe de revés con su maza le rompió la sien, tras lo cual cayó su cuerpo al suelo húmedo del rocío nocturno.
Al fondo de la calle, entre las casas de Minuka y Rikue, el paisaje era ligeramente diferente. En un charco de sangre que atragantaba a la tierra y que no podía beber en tan poco tiempo se encontraban los restos de un caballo con media lanza atravesando sus cuartos delanteros. Bajo éste había un incursor con una espada larga, recia y mellada hacia la punta en la mano. Boca abajo, muertos, compartiendo su sangre con la del caballo y con la del salvaje estaban el joven Yiue y su tío Awuto. Yiue era ligeramente obeso, cosa que pocos se explicaban porque en su casa no había muchos animales desde que su padre murió. Awuto lo había cuidado desde niño. Ahora Kourai y Ruhare cuidarían de los dos. Ahora Kourai y Ruhare cuidarían de tantos de ellos...
El salvaje se defendía desde su posición tirando mandobles al aire para que no se le acercaran los vengadores que le rodeaban. Con palos, instrumentos de cocina de barro, le acosaban pero no tenían valor para acercársele, hasta que Kaura le lanzó un pesado cuenco de barro a la cabeza con toda la rabia que la llenaba en esos momentos. Kaura nunca se había dicho a si misma que quería a Yiue hasta que lo vio morir con la cabeza partida en dos, y si antes había sido algo tarde, ahora tal vez ya era muy tarde. El impacto sorprendió al salvaje, que no se lo esperaba y tuvo que protegerse. Obuno, la novia oficial de Yiue, la viuda oficial, y Gotai se lanzaron con un rastrillo y con una piedra de amasar. El salvaje le atravesó el muslo con su espada cuando se acercaba corriendo a aplastarle la cabeza. Ella se la aplastó de todas maneras. Y luego cayó, y se desangró, y fue muriendo en silencio, en medio de todo el griterío.
Se oyó un grito muy agudo en la plaza del poblado. Allí un bárbaro sacaba a rastras, agarrada por su larga cabellera castaña, a la joven Rake. Rikue trató de defenderla atacando al salvaje con un resto de yunque roto. Éste se defendió con su pequeño escudo. Con su espada cortó la pierna izquierda del marido de la muchacha, y desentendiéndose de él tumbó a la chica en la tierra y comenzó a violarla allí mismo. Hacia él se dirigía corriendo, enfervorizado, un hombre con algunas piedras y lajas en las manos. Dos flechas, una cerca de los riñones, otra en el cuello, acabaron con su vida en ese instante: Minuka, el padre de Torari, no había podido conseguir vengarse, Ruhare le consolara en la muerte.
De otra casa más, de la que se veía salir una importante humareda, el techo se desplomó. Adiós, Ari y Yeudaue, para nada os sirvió vuestra sabiduría ni vuestra edad; adiós, Ladati, Kora, Riko y Lani, para qué la ligereza de vuestra tierna edad, ni la obediencia a vuestros mayores.
En la calle decapitaban a Yeko el pescador, rompían los dientes, la nariz y el cráneo de Tura con un guantelete de acero, se ensañaban a hachazos con los despojos del cuerpo de Tera la matrona y Liwa superaba el pavor de niña de ocho años que ve asesinar a todos sus seres queridos y huía para vérselas con las fieras del bosque. En resumen, todo era griterío, carreras, sangre, polvo y aullidos. Al poco, ya no quedaba nadie vivo en el pueblo. Y se habían marchado, dejando sólo cenizas humeantes a su paso.
Pero volvamos un instante antes de esto. Entre el sinsentido de muertes, un salvaje entró en una de las casas. Eran de techo bajo, con hojas cruzadas para evitar que entrara la lluvia, y apenas tenían dos ventanucos para que entrase el aire, además de una puerta. El salvaje tardó en salir, tanto que sin darse cuenta se le habían pasado la masacre y el saqueo. Salió de espaldas, mirando fijamente hacia el interior de la casa.
Otro salvaje que lo vio, le gruñó en su lengua natal algún mensaje sencillo, que este contestó con unos pocos monosílabos. El segundo salvaje entró en la casa. Al poco, salió con una niña de catorce años llamada Aru, que no era otra que la hija de Tura y su primer novio, Onei el hermoso, perdido en el bosque una tarde de cacería y devorado por las fieras. Minuka había sido un buen hombre, y siempre la había tratado como si fuese su propia hija. Lo más curioso de todo, podría decirse, es que no la llevaba agarrada por el cabello, por la ropa o por el sexo, sino que la conducía apenas rozándola por el antebrazo.
El primer salvaje debía estar muy molesto con el segundo, el que sacó a la joven virgen de dentro de la casa, por alguna cuestión relativa a la chica, dado que dio un buen empujón a éste. El segundo, tratando de conciliarse con el primero hizo un gesto de calma, se llevó la mano a una bolsita y mostró algunas joyas al primero, que no cambió su gesto durante unos instantes. El segundo fue a coger más riquezas de la bolsa, pero al primero parecieron molestarle esas ofrendas, porque de un manotazo se lo tiró todo por el suelo. El segundo bruto echó mano a su maza; el primero ya estaba corriendo a coger su lanza, apoyada en un muro a medio derruir. La agarró con prisa, pero la sangre de los hombres muertos, que abundaba en la punta, se había ido deslizando, densa, a lo largo del asta hacia la empuñadura, de modo que cuando fue a asirla se le resbaló de las manos. El segundo bruto llegó apresuradamente por detrás, y de un golpe de su maza le rompió la columna vertebral. Luego lo remató en el suelo.
Había pasado media tarde. Los bárbaros yacían por doquier con sus estómagos llenos de comida robada y sus mentes embotadas por el licor del pueblo saqueado. Sólo algunos de ellos se mantenían en pie, haciendo su guardia. Uno dio una voz imperiosa; dos se acercaron; tres marcharon a inspeccionar el cadáver jiboso; cuatro apuntaron con sus armas al asesino. Los bellos ojos de Aru contemplaban la escena sin moverse de la covacha improvisada que el reo le había fabricado con unas maderas, unas telas y unas piedras poco después de matar a su igual, para ocultarla a los ojos de los demás. En ellos no había odio, ni rencor. No había nada.
No estuvo mucho tiempo sola Aru tras el prendimiento del salvaje. Otro salvaje llegó, éste más grande, más musculado, algo más viejo y notoriamente más rico. El entrechocar de las ajorcas, las pulseras, los brazaletes, los collares, las mallas y todos los polvorientos metales que portaba haciendo ostentación de una posición alfa en la tribu le distinguían de los demás criminales. Miró desde lo alto a Aru. Aru no le devolvió la mirada, pues seguía teniendo la vista perdida en el infinito. A fin de cuentas, hay que decirlo, Aru, además de imposiblemente bella, era autista. Le gruñó en su malsonante lengua, pero Aru no se inmutó. Redujo el volumen de su voz, pero Aru no se inmutó. Merodeó en torno a ella, pero siguió sin prestar la menor atención al líder. Por fin, sin mediar palabra, se marchó de allí.
Volvió a un recodo de lo que la tarde anterior había sido una calleja, donde la proporción de ebrios era algo menor. Allí algunos guerreros habían traído los desechos del primer dueño de Aru; también habían capturado y reducido al segundo dueño de Aru, quien mostraba signos de forcejeo como una brecha en la ceja, un ojo entreabierto sólo y la nariz rota, de la que caía un hilo de sucia sangre rojiza. Estaba, además, desarmado entre sus antiguos camaradas de armas.
El salvaje dorado llegó a él. Musitó algunas palabras, a las que pareció oponerse el segundo dueño. Gritó otras palabras y se marchó descuidado. Algunos salvajes trajeron el cuerpo muerto del primer dueño, desnudaron al segundo y los ataron cara a cara a ambos mientras se reían, algunos, a carcajadas. “Los” llevaron atados por los pies, arrastrando por el suelo, hacia el bosque. El segundo dueño tenía ya el rostro desencajado de terror. Las aves ululaban, el viento acechaba. Sangraban por los roces y las contusiones. El resto de brutos montaron en sus caballos, y lo abandonaron a su suerte entre las alimañas de la espesura.
Regresó, entonces, el tercer dueño. Pero no todos los sedientos de sangre daban muestras de conformidad con su acción. Sólo unos pocos menos de la mitad lo habían acompañado hasta las lindes del bosque, jaleando y aullando. A la vuelta había otros guerreros con las armas empuñadas que enarcaban las cejas, tensaban los brazos, escupían con rabia al suelo y hablaban fuerte e impertinentemente a los que se habían ido. (Entre los exabruptos, no faltaban miradas furtivas a Aru.) Unos a otros empezaban a gritarse. Un salvaje puso su manaza sobre la cara de otro salvaje y lo empujó hacia atrás; el otro desenvainó una daga y sobre su filo se vio el reflejo último de las caras que se crispan antes de abandonarse a los instintos de supervivencia más primarios. Las expresiones se ensombrecían, y, permitiéndose mínimas distracciones, ponderaban cuántos de los demás estaban con cada uno de ellos conforme nuevos metales se frotaban para dejar desnudos los filos de las armas que habían encerrado durante unas horas. Pronto las armas empezaron a sonar, golpeándose unas contra otras, contra armadura, contra cuero, piel o hueso. Los primeros salvajes empezaban a morder las piedras del suelo. Los dos que habían empezado la pugna ya estaban moribundos en el suelo, y contra sus cuerpos agonizantes tropezaban rivales y aliados, cayendo y rematándose unos a otros. Habían acudido de todos los rincones del poblado arrasado, y sin causa aparente seguían matándose unos a otros, los adeptos al tercer dueño y al segundo dueño, o tal vez los que simplemente soñaban con poseer a Aru y los que ya pensaban que la tenían.
Aru entonces, sin atender a las decenas de hombres que sangraban por numerosos cortes, lacerados, desmembrados y destripados por sus camaradas de armas, con los miembros o la cabeza astillados en demasiados fragmentos, se levantó. Había luna llena. Con el griterío y el vandalismo delante de ella, había pensado que no podía ver bien la luna. La horda cada vez gritaba más flojo, con menos convicción o con menos fuerza, según sus venas se vaciaban de sangre y sus cuerpos de vida. Pasó con cuidado de no pisar nada o a nadie y se alejó. Uno de los bárbaros, porfiando contra otro, se detuvo y se quedó mirándola; el otro hizo otro tanto, pero se despertó antes del encanto y acuchilló a su enemigo en la axila derecha primero, luego en el cuello. La sangre, con los gritos, hizo burbujas al salir de la garganta. Disfrutó su momento de victoria, pero enseguida fue consciente de las heridas de sus piernas y su abdomen, y supo que no vería el día siguiente. Sabiéndose muerto, y mirando el enigma de la belleza a la luz de la luna alejarse, no pudo dejar de cuestionarse si había hecho algo mal.
(c) El Cuentacuentos
1 comentario:
Tras tantos años "experimentando" fuera de lanzas y espadas, te encuentro, Cuentacuentos, en forma, al haber vuelto por fin a tu género.
Publicar un comentario