Otro de esos libros que se pescan sin haber sido la propia voluntad la causante de su existencia en la biblioteca personal. Es un hecho que me viene sucediendo en tanto que no paso demasiados ratos en la librería (para mí la librería es un sinónimo de Diego Marín, o quizá más bien un hipónimo) el leer discontinuamente, sin muchas referencias y sin ninguna dirección. Así, la siguiente lectura podría ser el Enrique V de Shakespeare o más bien un Rabos de lagartija de Juan Marsé que me dejó amablemente una compañera del trabajo. No he dejado de comprarme novelas: la última fue La muerte de Virgilio, pero debo confesar que su tamaño me asusta; a poco que sea metáfora de su complejidad, apañados vamos. Pero es lo de siempre: el mucho miedo se transforma en mucho amor o en su defecto en mucha guasa o mucho desprecio.
(foto tomada de www.anarodriguezfischer.blogspot.com)
Por este motivo, a veces a las lecturas ocasionales no les damos el valor que tienen. ¿Qué pasa con esta novela de Zarraluki? A falta de unas pocas hojas para acabarla, debo destacar varios de sus puntos fuertes.
El primero es su dibujo preciosista de los personajes. Y digo dibujo porque para mí son más dibujo florentino que pintura veneciana. Sus definiciones y matizaciones generales son muy hermosas. De ellos se hacen descripciones enormes, de una gran calidad literaria. Tal vez menos interesante resulte su devenir novelístico; curiosamente, me ha gustado más qué son que qué hacen.
El segundo es la obsesión de su leitmotiv: el silencio. ¿Puede decirse que La historia del silencio es una novela obsesiva, o hay que concluir que de lo que se trata es de un ensayo novelado, o la novela sobre la redacción de un ensayo? El tercer punto es posiblemente el acertado.
El tercero es la profundización en las ideas. La investigación que altera las vidas de los protagonistas, sobre el silencio mismo, aunque no parezca muy verosímil en principio, acaba siendo mucho más interesante que el propio acontecer de los personajes, que como ya he dicho, aunque interesantes, quedan eclipsados por la sutil y profunda investigación sobre el silencio, que es -pero no sólo- metáfora de la soledad existencial.
La novela está escrita con el suficiente dominio de los mecanismos lingüísticos como para decir abiertamente que tiene un estilo artístico, nada de best-seller. Sin embargo, no se hace farragosa en ningún momento, a pesar de que la impresión de quietud es constante. Pero es una quietud lúcida, y eso se agradece. El buen hacer literario de Zarraaluki permite, como comentaba antes, una democratización de lo reflexivo y de lo especulativo.
Así es que si la encontráis en la bilbioteca de un familiar o un amigo, lleváosla en préstamo -como hice yo-. Y si no, qué narices, es una buena novela con la que vais a tener momentos de introspección muy hermosos.