A las tres y cuarto de la tarde, y sin haber comido, en pie desde las siete de la mañana, es raro que a alguien le apetezca ponerse siquiera a hojear, lo mismo un buen libro de poemas que un ensayo o hasta una novela. Yo suscribiría algo así. Pero debo matizar: si a ese verbo en infinitivo se le cambia un poco la forma y se deja en gerundio (comiendo), confieso que a ese caballo sí puedo apostar. Desde hace varios meses descreí de la realidad y dejé de comer viendo el telediario. Cuando incluso la comida de mamá empezaba a resultar en digestiones problemáticas, empecé a inducir de un estrecho espectro de factores qué podía estar agriando mi momento de descanso: ¿el detergente nuevo, la radiación del móvil, las preocupaciones de un trabajo no más tenso que otros, que tradicionalmente había sabido confinar en su espacio y tiempo originales? No: debía ser algo más melifluo que todo eso, ya que se me estaba evadiendo de manera tan clamorosa. Era el telediario. Desastres naturales y naturalezas desastrosas; machismo, violaciones caseras diarias; Merkel, Sarkozy y gordos con puro salidos de un Audi A8; Mariano Rajoy con mayoría absoluta, Rouco Varela legitimando las entrepiernas españolas; el mundo era calamitoso y la comida me sentaba mal.
Me fui lejos de la televisión, tanto como las viviendas de la construcción pre-crisis consienten: al cuarto de al lado. Y me llevé un libro, y a mi perra Raspa y su cojín.
Y fue así como empecé a leer comiendo. Una copa de vino, que no tiene por qué ser el mejor y que conforme voy redactando estas líneas pienso que no es imprescindible siquiera que sea vino: cerveza, agua vale. Refrescos no, que son una porquería dulzona. Una rebanada de pan, que a veces se me ha olvidado comprar. Unos cubiertos que alguna vez hay que fregar ante de usar. Unos entremeses que casi siempre regresan como salieron al frigorífico hasta que llega la franja de alarma, dos días antes de cumplido el plazo de su caducidad. Y un libro delante. Se recomienda comida semisólida de cuchara. Las sopas son un poco molestas. Los filetes deben cortarse en taquitos previamente a la comida, como se hace con los niños pequeños y Nati Mistral nunca aprobaría; si no se hiciera, se corre el peligro de leer mal o de comer frío, errores de protocolo ambos que llevarán de nuevo a los problemas anímico-estomacales.
¿Es la lectura una adicción? No soy Borges (la anciana dice que el ciego está apareciendo más de lo debido en este blog), no dedico todas las horas del día a leer literatura, pero sí es cierto que si se toma el libro adecuado y el momento adecuado, uno empieza a sentir cierta necesidad que al no ser cubierta causa cierta desazón. Hasta ahí la definición de un adicto queda bastante vecina. No necesito un Marqués de Cáceres, pero sí una buena novela y una tranquila hora entera para comer y leer. Esa es mi adicción lectora.
¿Y algunas drogas de la lectura, para concluir el propósito que me fijé en el título? Pues sólo voy a dar una nota de la última: Hilos de sangre, de Gonzalo Torné. La tomé prestada de la biblioteca y ahora mismo tengo una relación de amor-odio con ella que no me permite interponer otra lectura. El mismísimo Cavafis está, un poco humillado, esperando su turno. La radical contemporaneidad ridiculizada por el indolente paso del tiempo, las piruetas de la palabra contra la delicadeza psicológica y la demora del pensamiento en la palabra me tienen en un ay. ¿Me gusta o no me gusta? Eso no se contesta de las drogas; de ellas sólo se dice si uno se ha conseguido desenganchar o no. Pronto una reseña con la respuesta.
1 comentario:
Todo un lector de método, o al menos un método más como lector.
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