Estaría bien que todo matemático hubiera atendido a cada una de las posibles ecuaciones e inecuaciones imaginables. Los biólogos deberían conocer las intimidades de cada uno de los animales, vivos y extintos que alguna vez han pisado el planeta Tierra. Un filósofo, ¿por qué no ha anticipado todo pensamiento posible y toda consecuencia de todo pensamiento posible en su pequeña cabeza?
En las pequeñas cabezas no hay simurgh alguno (ver el cuento "El simurgh y el águila" de Borges de Nueve ensayos dantescos; es un pájaro formado de pájaros que viajan conformando la figura de un solo pájaro). Hace bastantes siglos que el pensamiento ya no cabía en la mente de un sabio, y que el sabio se convertía en el microsabio o en el parasabio. Y yo veo que a mí me sucede eso. Quizá Menéndez Pelayo lo había leído todo con 26 años, y quizá Dietrich Schwanitz se acueste cada noche sin una enorme jaqueca de orden divino, vindicativa de haberle puesto a su libraco el nombre con el que tuvo a bien parirlo (el sabio alemán escribió un texto que se llama La cultura. Lo que hay que saber); por mi parte yo puedo decir que me dedico a la enseñanza de las letras, que le dedico bastantes horas de mi ocio a las letras y que, pese a todo, tengo grandes y múltiples deudas literarias, libros que me gustaría haber leído y que no han pasado por mis manos.
En la carrera leía noticias legendarias de un individuo con un extraño apellido, auténtico capitán de la bohemia madrileña. No como esos falsos y burgueses de los Pérez Galdós, Clarín, Pardo Bazán y Pereda. No; esos eran unos vendidos, y su literatura apestaba a muerto, pero Alejandro Sawa... Eso era harina de otro costal. Sólo un rédito franquista había impedido que el bohemio del peculiar apellido se hubiera hecho con el pedestal que la literatura le daba pero que la historia de la literatura le escamoteaba.
Esta noche he leído una novela corta de Sawa.
Posiblemente a muy poca gente le interese esta entrada. La estética de La sima de Igúzquiza, novela con la que Valdemar pierde dinero pero gana prestigio (maniobra que tan hábilmente realizan editoriales como Cátedra), está absolutamente desfasada. Es un texto parcialmente clásico, por ejemplo en el tópico literario de comenzar los capítulos con un canto a la naturaleza, al sol, al amanecer; y, además, de amontonar accidentes en un plural masivo que no da idea exacta de lo descrito. También es clásico en la intromisión del autor en la obra, intromisión muy notoria -hasta el grado de desear la muerte a según qué personajes de su novela corta. No es tan clásico el comienzo de la misma, documental, que fuerza la ficción con la realidad al copiar parte de un auto judicial.
La postura de Sawa es proverbial en lo anticlerical. Luego, sin embargo, hay expresiones que parecen religiosas o que al menos yo no he sabido o podido darles el matiz irónico. De donde me digo que a lo mejor a Sawa la fuerza se la iba por la boca. Cosa que no estaría mal si la boca aquí se refiriese por metáfora a la pluma. Pero no, la boca es la boca y la pluma es la escritura. El texto de Sawa es panfletario, y deja ver poco pensamiento por detrás. Un poco de ideología simple y nada más. Los personajes, por tanto, son planos y maniqueístas: principios del bien y del mal: jóvenes que venden su virginidad a patadas y mordiscos, curas sádicos, borrachos y rijosos, etc.
Total, yo tampoco tengo a los curas en alta estima, como Sawa, palabras más palabras menos, pero a fin de cuentas, si se me ocurriera escribir una novela, preferiría tratar de darles la dignidad artística del Fermín de Pas de Clarín. Cierto que el género novela corta no se presta mucho, pero La sima de Igúzquiza parece que se pase un par de pueblos, como dicen los parroquianos. Supongo que para hacerlo todo bien hay que ser buen escritor; comprometido con el arte, sí, y también fabricante de éste.
De las pocas cosas interesantes, para mí, de esta novela, son las conspiraciones iniciales, las descripciones bestiales de los brutos carlistas y en cierto caso, las vehemencias en execrar a los rivales políticos, que en ocasiones se vuelven auténticamente apasionadas. Si llega a lo cómico, supongo que será una cuestión personal.
Pues esto es lo que sucede cuando se regresa a mirar la Ítaca juvenil: que a veces lo que se encuentra uno no era lo que creía que habría en verdad. O más bien, que, el mundo, al ser mirado con los ojos un metro menos cerca del suelo, cobra otra perspectiva.
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